martes, 16 de octubre de 2007

Una lectura de Cortázar


Por Gabriel Pabón Villamizar


Hace poco, en una entrevista para el periódico de Comunicación Social de la Universidad Javeriana, y preguntado sobre lo que había significado RAYUELA para mí, afirmaba:

"Leer RAYUELA supuso un mazazo. Y no tanto por la propuesta estructural, que le dejaba al lector libertad para construir su propio orden de lectura, sino por la puesta en escena que exponía: una confusa y lúdica búsqueda de valores por parte de Horacio Oliveira, personaje que también jugaba su propia rayuela saltando de una militancia a otra, bajo la sospecha que había en el mundo un lugar o un tiempo en el que él estaba esperándose a sí mismo. Horacio éramos todos; y Cortázar, a través de su personaje, le dio voz a las angustias de una generación que se movía entre varios escepticismos: la política, el tardío coletazo existencialista, el erotismo y sus revueltas, la sospecha metafísica, la sed de permanencia y de absoluto. Rayuela, Cien Años de Soledad y Pedro Páramo se constituyeron en los grandes monumentos literarios de la época, y nos abrieron los horizontes con la violencia de un relámpago; o, parafraseando a Miguel Hernández, de "un rayo que no cesa"... hasta el sol de hoy. "Posteriormente, conocimos sus cuentos, a los que volvemos siempre. "Continuidades de los parques", "El Perseguidor" y "Autopista Sur" son los más conocidos y citados; pero al lado de ellos, "Lugar llamado Kindberg", "Vientos Alisios", "Reunión", "El otro cielo", entre otros, no sólo nos deslumbraron con su técnica, sino que nos reconciliaban, a cada lectura, con sentimientos relegados o escondidos: el sobrecogimiento y la ternura que no depara el mundo; en fin: aquellas cosas que, no por inesperadas, podían haber estado agazapadas o presentidas en las profundidades del deseo. Después leímos "Cronopios y famas" y lo convertimos en un manual contra la pesadumbre y el conformismo; era la libertad hecha fiesta; era la invitación a ser creativos aun en los actos más anodinos y cotidianos. "Una reconciliación con la vida y sus infinitas posibilidades: eso era y es Cortázar".

Pero en la narrativa de Cortázar, la primera referencia que se nos viene a la cabeza – y tal vez la más conocida- tal vez sea uno de los relatos más cortos de su cuentística; es una pequeña obra maestra que ilustra a la perfección lo que es un caso, no sólo de metatextualidad y, más aún de metanarración, sino del recurso técnico del mis en abime (puesta en abismo), y en ese sentido puede ponerse al lado (respetando proporciones, magnitudes y momentos históricos) de otras obras que presentan metatextualidad: Don Quijote de la Mancha, Hamlet, y, en la cuentística, el recurso básico de la estructura de las Mil y una noches. Si en Niebla de Miguel de Unamuno el personaje central amenaza al final de la novela la existencia del autor, en el cuento de Cortázar el personaje agrede al lector y lo mata. En ese sentido, Cortázar alcanza en su relato un grado de perfección y de maestría difícil de superar.

Pero ese recurso de mostrar el revés del guante y adentrar al lector en otra dimensión de la realidad, es una constante en gran parte de sus cuentos. Atrapa al lector en la ficción mediante el trazo ágil de personajes y situaciones, y cuando el lector está sumergido en esa realidad, lo empuja a otra dimensión donde lo fantástico es posible. La figura que mejor puede ilustrar este proceso es la del “agujero negro”, imagen que debo a Lucas Vertelli. Los cuentos de Cortázar son con agujeros negros: su gran energía atrae al lector, que ya no puede salirse la fuerza gravitacional del relato, y en el momento de mayor atracción y adentramiento veloz, y casi sin que apenas se de cuenta, puede estar en otra dimensión de la realidad, en un universo paralelo donde la existencia del co-rrelato es posible.

Un excelente ejemplo de este recurso es el relato Lejana. En él, Alina Reyes siente una inexplicable pero ineludible fuerza (en fin: una pulsión, como se denominaría en psicoanálisis) que la conduce nada menos que a visitar un puente desconocido en Budapest; en la mitad del puente encuentra una mendiga; una mayor aproximación conduce al contacto físico, y este a traspasar la barrera de la identidad, de tal manera que quedan trastocadas - o, mejor, troqueladas- las identidades. Yo veo en ese recurso una alegoría de la labor del escritor: el esfuerzo de imaginar otras vidas, casi compulsivamente, la obsesión de meterse en otro pellejo, hasta el punto de poder dar testimonio de vivencias que no por ser excepcionales dejan de ser transmisibles y comunicables. Ese mismo mecanismo se hace presente en Axoltol, en el que, en un momento determinado un personaje, que puede ser espectador humano de un zoológico, trastoca su identidad con quien puede ser la bestia tras las rejas; y decimos “puede” porque esa es otra de las particularidades de Cortázar: saber jugar con la ambigüedad de sus personajes, incluso con cierto matiz de indefinición, que es el mismo que opera en La Casa Tomada, o en Cefalea.

A propósito de Cefalea, el dramatismo e, incluso la catástrofe y la tragedia también están presente en los cuentos de Cortázar sin que en ellos se abandone el tono lúdico y coloquial. La enfermedad, por ejemplo, conforma uno de los temas que Cortázar desarrolla con especial ingenio y originalidad. En Cefalea, la narración en primera persona de plural, gira en torno a dos ejes temáticos: el cuidado que el grupo debe hacer de las mancuspias, y los dolores de cabeza (en el sentido literal y figurado) asociados de manera misteriosa a ese cuidado. El rol de los personajes se define con un nombre propio: el nombre de cada enfermedad, que los distingue unos de otros: Aconitum es un personaje; Bryonia el otro; Nux Vomica un tercero En ocasiones, el nombre es genérico: comprende a un grupo de individuos que padece la enfermedad o cuya sintomatología presenta rasgos análogos. Los remedios para combatir las clases de cefalea son marcadamente fantásticos: consumo de arena, por ejemplo. Gran parte del encanto del relato es que está dicho de manera casual, casi coloquial. Lo fantástico no está abordado como tal, sino de manera natural, y, entonces, el narrador desplaza la importancia o en énfasis de su relato a cuestiones derivadas, dificultades corrientes. La cefalea en realidad no es tal: es decir, no se manifiesta como dolor, sino como sensaciones de mareo, vértigo y distorsión de la realidad. Es una distorsión de la realidad contada sin pánico ni dramatismos, sino en el nivel de gravedad que podría tener una molestia menor, como un catarro, un resfrío común o una alergia. La evolución de la enfermedad conduce a una lenta mímesis entre la causa primera y el síntoma; entre el objeto y su connotación, creando aquí una especie de mis en abime potenciado por el hecho de que el manual en el que consultan la enfermedad, habla de una manifestación final de la cefalea: el crotalus cascavella , alusión metafórica para referirse al efecto alucinante del veneno y a la circularidad de los síntomas, y de la misma situación: Algo viviente camina en círculo dentro de la cabeza (Entonces la casa es nuestra cabeza, la sentimos rondada, cada ventana es una oreja contra el aullar de las mancuspias ahí afueran)

Otro tema de especial interés en la cuentística de Cortázar es el de la escritura y la lectura. Inmediatamente vienen a la mente dos relatos: “El Perseguidor” y “Grafitti”. En el primer relato Cortázar escribe sobre un escritor, pero el personaje no es tanto el escritor sino el personaje referente de su escritura; es decir – y esa es la impresión que se lleva el lector- su víctima. El tema es la deslealtad e, incluso, la manipulación que suelen hacer un biógrafo de su personaje escogido. En ese sentido, independientemente de otros méritos, uno de ellos es la inolvidable develación que hace Cortázar de una modalidad de la fetichización de la escritura, y tal vez la más extendida: la fidelidad de los discursos históricos y rememorativos de eventos y personajes.

Hemos citado algunos ejemplos de los recursos utilizado por Cortázar en sus cuentos, y que son indicativos de la gran complejidad y profundidad de sus planteamientos que subyacen bajo una forma que le llega fácil al público, y que puede resumir gran parte de su escritura: la creación de ambientes cercanos, familiares al lector, pero al mismo tiempo cargados de planteamientos profundos e inquietantes.

En fin: leer a Cortázar es adentrarse en una dimensión donde la realidad de todos los días no es ese lugar seguro que todos creemos; una dimensión donde las cosas, los hechos, las personas puede saltarnos (y asaltarnos) la imaginación para mostrarnos asombrosos matices de su potencialidad. Cortázar es una grata manera de aceitar la imaginación y reconciliarnos de una manera amable con la riqueza de la vida.

"Cuentos de animales”, de Rudyard Kipling



Por Gabriel Pabón Villamizar


Kipling es un autor conocido en nuestro medio por tres modalidades de su producción: su cuentística, su literatura infantil (una modalidad específica de relatos) y algunos de sus poemas. “Cuentos de la Selva”, es su obra más difundida, acompañada del popular poema If (Si …).

Casi setenta años luego de su muerte (ocurrida en 1936), la cuentística de Rudyard Kipling (merecedor del Premio Nobel de Literatura en 1905, por primera vez concedido a un escritor inglés) e independientemente de su factura, deja un incómodo, pero a la vez nítido sabor colonialista. La focalización en sus relatos toma partido por sus héroes; ellos, usualmente son personajes ingleses de raza blanca que desprecian y combaten la fealdad y la maldad intrínseca de los nativos de las colonias británicas; ello agravado con el trazamiento de un perfil notablemente maniqueísta de sus personajes; el inglés colonialista tiende a ser depositario de todos los valores positivos; y el nativo que se le opone, siempre lo hace motivado por una perversidad connatural a su merecida condición esclavo o vasallo; a todo ello se une una explícita discursividad, por parte del narrador a favor del hecho colonialista y de la bondad del imperio británico, que llega incluso a niveles de panfleto de insostenible presentación. Desde el punto de vista político, la obra de Kipling se inscribe en la corriente del más neto imperialismo; es el jingoismo, que en Inglaterra “integraba tanto a políticos tories (Disraeli, Rhodes) como liberales-imperialistas (Chamberlain). El Jingoísmo era un movimiento nacionalista y racista británico y consideraba necesario el Imperio, pues la "mejor raza del mundo" puede y debe dominar a los pueblos inferiores. Este sentimiento hipernacional estaba alimentando por el acoso a la hegemonía británica que representaban Alemania y Estados Unidos. Numerosos intelectuales se sintieron atraídos por el llamado "darwinismo social", que extrapolaba las ideas evolucionistas de Darwin a las cuestiones sociales y políticas, afirmando la existencia de naciones más capacitadas para la supervivencia. Tal vez el mejor representante de esta corriente es el escritor británico Rudyard Kipling que habla de "el deber del hombre blanco” (Manuel González Evangelista. El imperio colonial británico).

El sesgo político de su cuentística no opaca los méritos de lo que significó Kipling es su momento. El Premio Nobel le fue otorgado “en consideración al poder de observación, original imaginación, fortaleza de ideas y notable talento para la narración (Juan Camerón, Para comprender la ley de la selva. Kipling o la ética colonial). Y escritores de la talle de André Maurois conceptuaba en su momento: “(Kipling es) el mayor escritor inglés de nuestra generación y el único escritor moderno que ha creado verdaderos mitos perdurables” (Juan Camerón. ïdem). Desde otra perspectiva política, hay que tener en cuenta que Kipling hace parte de la narrativa aventurera, que “nace con el romanticismo, con su repudio a las exigencias sociales que coartaban la libertad del individuo, con su exaltación de la antigüedad y las zonas remotas, el culto del heroísmo, de las inmensidades oceánicas y la fascinación experimentada por los ámbitos exóticos”.

De mayor aceptación, casi universal, es el poema If, de gran sonoridad en inglés (If you can keep your head/ when all about you are losing theirs); aunque su contenido no deja de generar algunos debates, no tanto por su mensaje en sí, sino por su manoseo por los usuarios, su utilización comodín y su funcionalidad kitsch. Es uno de esos poemas “de sabiduría” que encaja a la perfección con los mensajes preferidos en los libros de auto ayuda y superación personal. El poema exalta el sentido de la auto-afrimación y la ecuanimidad en medio de crisis, pero tiene el cuestionable tono de verdad universal que no reconoce contingencias ni relatividades; al respecto, precisamente Manuel Ríos hace una parodia consistente en conservar intacto todo el poema, menos los dos últimos versos, que reemplaza por su aporte irónico: “Si puedes mantener la cabeza cuando todos a tu alrededor/ pierden la suya y por eso te culpan … es que no te has enterado de nada”. .

Artificialismo y Literatura Infantil

En su libro sobre literatura infantil, el chileno Hugo Cerda nos recuerda que hay dos tipos de imaginación: la imaginación creadora y la imaginación reproductora; en ese orden de ideas, no es que el niño tenga más imaginación que el adulto, sino que se ve precisado a utilizarla con mayor frecuencia para rellenar los “huecos racionales”, por así decirlo. El niño no deja preguntas sin resolver, y su mentalidad tiende a darle a los fenómenos del mundo una explicación mágica, como ya lo había teorizado Piaget cuando hablaba del pensamiento mágico infantil, con algunas de sus manifestaciones: sincretismo, animismo, artificialismo, participación mágica, etc.

El animismo es un fenómeno estrechamente ligado a la literatura infantil. En la etapa del egocentrismo (conviene recordar que no es una categoría moral sino mental), el niño atribuye a los seres inanimados y a algunos animados (con mayor razón) propiedades humanas como la voluntad, el pensamiento, el lenguaje, etc., mediante una simple operación de transferencia por analogía simple; esa es, entre otras, una de las razones que permiten el acercamiento entre niños y animales. En ese contexto, el niño cree realmente que los animales hablan, piensan y actúan como los humanos; de modo que los relatos infantiles que ponen a los animales a actuar como personajes similares a los humanos, no nacen de la nada, sino que obedecen a una profunda necesidad de satisfacer el imaginario infantil.

Otra característica del pensamiento mágico infantil es el artificialismo, consistente en creer que muchas cosas propias de la naturaleza han sido hechas por el hombre; por ejemplo, el niño de determinada edad cree que el hombre hizo el sol, la luna, e, incluso la noche, para que él pudiera dormir; cree que las piedras fueron puestas en la montaña, a manera de semillas, por el hombre; cree que alguien hace las nubes; cree que alguien le hace las manchas al leopardo, y con alguna intencionalidad. Es aquí cuando los fenómenos de la filogénesis y la ontogénesis cumplen procesos parecidos, pues el artificialismo es propio de las culturas primitivas, equivalentes a estadios parangonables a la “infancia de la humanidad”; dicho en otras palabras: la infancia del ser humano y la infancia de la especie cumplen procesos análogos; un ejemplo de ello es el artificialismo, presente en las cosmogonías de diferentes culturas, y que dan lugar a los mitos y leyendas en los cuales la explicación fantástica del mundo puede aparecer ingenua y simbólica.

Es por eso que los relatos primitivos, los mitos y las leyendas, e, incluso, los relatos populares constituyen una fuente temática de gran atractivo para el público infantil; un ejemplo de ello en nuestro medio, es la obra “Relatos primitivos contados otra vez”, investigación antropológica de Hugo Niño que fácilmente, y mediante pocos recursos de adaptación, puede presentarse como lectura apropiada para el público infantil.

Estas dos características (el artificialismo y el animismo) son un gran componente de la literatura infantil, y están presentes en Cuentos de animales de Rudyard Kipling. Los relatos parten, además de una curiosidad innata en el niño por saber acerca de características exóticas de algunos animales: las barbas de la ballena, la joroba del dromedario, la piel arrugada del rinoceronte, las simétricas manchas del leopardo, la trompa del elefante y la coraza del armadillo.
Cuentos de animales, de Kipling

La Alcaldía Mayor de Bogotá, a través del Instituto Distrital de Cultura y Turismo, y como parte de la campaña “Libro al viento”, acaba de publicar el volumen “Cuentos de Animales”, de Rudyard Kipling. Es una manual de bolsillo, literalmente; en sus 86 páginas están contenidos seis cuentos.

Kipling ataca el ocio insistentemente y, a cambio, propone un valor que encajaría a la perfección en una prédica de moral calvinista: la ocupación en “algo útil” en oposición a algo pecaminosos como sería el ocio placentero. Y lo que el lector visualiza como un defecto físico animal (la joroba del dromedario), sería consecuencia de un castigo impuesto por la naturaleza hacia aquellos seres que no se suman al afán cotidiano por el trabajo; ese planteamiento podría tener a su favor una relatividad paradójicamente generada por el nivel abstracto de la propuesta; pero lo que sí resulta inaceptable, hoy por hoy, es el contraste que antepone a un trabajo físico, Kipling ve con malos ojos el ocio dedicado a la lectura; en cambio de libro y luego, propugna por el sudor y el azadón: “La cura para este mal es no quedarse quieto,/ ni perezear con un libro frente al fuego;/ Hay que tomar un gran azadón y una pala/ Y cavar hasta que brote el sudor”. Hoy en día, un planteamiento de esos sería inaceptable y, como mínimo, se echaría de manos una propuesta más equilibrada.

Las lecturas contemporáneas de los clásicos infantiles han cuestionado a veces la crueldad excesiva en el enfoque de los tratamientos que se dan los personajes entre sí. Si a ello se le suma una evidente desproporción entre falta (o defecto) y castigo, el efecto rozar el sadomasoquismo. Algo así ocurre en el relato “De cómo al rinoceronte se le arrugó la piel”. En el relato, el defecto del rinoceronte consiste en tener malos modales, aunque el narrador no expone ninguna situación que sustente ese defecto; sólo alcanza a decir: “de cualquier manera , no tenía buenos modales”. Como castigo, el pobre rinoceronte se ve condenado a cargar, de ahí en adelante, con una piel internamente llena de basura que lo va a torturar de por vida. La situación difícilmente puede ser más cruel:

(El parsi) tomó aquella piel, restregó aquella piel y machacó aquella piel, llenándola hasta más no poder de migajas de pastel viejas, secas, duras y cosquilleantes y algunas grosellas quemadas. De nuevo se encaramó a la palmera y esperó a que el rinoceronte saliera del agua y se vistiera.

Y el rinoceronte lo hizo. Se abotonó los tres botones, y le picaba como si estuviera en una cama llena de migas. Quiso rascarse pero eso fue peor; se tendió sobre la arena y se revolcó y se revolcó y se revolcó, y cada vez que se revolcaba, las migajas le picaban más y más y más.. Entonces corrió hacia la palmera, y se restregó y se restregó y se restregó contra ella. Se restregó tanto y tan fuerte que se hizo un gran pliegue sobre los hombros y otro por debajo…”. (Kipling, Rudyard. Cuentos de Animales. Alcaldía Mayor de Bogotá, Bogotá, 2004, p. 32).

Mucho más amable es la presentación del porqué el leopardo adquirió sus manchas, en un relato de mejor factura. El relato titulado “el elefantito”, el tratamiento de la anécdota aparentemente toma un giro cruel, pero se resuelve de una manera imaginativa sin caer en la exposición sádica o masoquista del dolor. Es más: la moraleja de fondo, la anticipa la serpiente, símbolo de la sabiduría (como en “El Principito): “algunas personas no saben lo que es bueno para ellas”, y lo que se pensaba como un castigo, se vuelve un beneficio; de manera que resulta simpática la salida que le da el narrador a lo que parecía, de nuevo, una desgracia algo gratuita como en el caso del rinoceronte.

Finalmente, en “el origen de los armadillos”, Kipling vuelve a uno de los planteamientos característicos de la fábula clásica: el enfrentamiento entre animales tipificados; es el choque entre el personaje depredador y el personaje perseguido, pero que hecha mano del ingenio para defender y preservar su vida y, a la final, resulta triunfante. En este caso el personaje fuerte y agresivo es el jaguar; se anteponen a él dos personajes pequeños y débiles: la tortuga y el puercoespín; llaman la atención en este relato dos elementos: el primero, que es gracias a la alianza, pero sobre todo a la simbiosis que contraen estos dos elementos, lo que les permite sobrevivir; el intercambio sintético de sus naturalezas descoloca al jaguar, pero, además, da lugar al nacimiento de una nueva criatura: el armadillo; el segundo, es la presentación del escenario de la acción: Kipling abandona la selva hindú y la africana, para poner a sus personajes actuar en la selva del Amazonas, por la que el autor manifiesta una atracción especial que se traduce en el colofón que cierra el texto (Nunca he navegado al Amazonas,/ Y nunca he llegado hasta Brasil/ ... Una vez a la semana desde Southamton,/ Ruedan hasta Río los barcos grandes/...Y yo quisiera rodar hasta Río/ ¡Algún día antes de hacerme viejo! Nunca he visto un jaguar,/ Ni siquiera un armadill/ Metido entre su coraza, / Y supongo que nunca lo veré/... hasta que vaya a Río/ a contemplar esas maravillas). Esto muestra otra faceta de Kipling: un autor que proyecta una auténtica curiosidad por el mundo natural, dondequiera que se encuentre; un autor que, más allá de las contingencias políticas de su época, supo escribir relatos infantiles entretenidos, versátiles y universales.

Bogotá, noviembre 2004


Jack London (1876 – 1916)

Por Carolina Alonso


La narrativa de Jack London no nos deja indiferentes; ante sus relatos podemos experimentar dolor, asombro, desagrado, horror, alivio, miedo… Sus textos nos afectan. En esa medida, su obra cumple con la misión fundamental de la literatura y del arte: conmover. Quizás se deba a que en su narrativa, los personajes y las acciones obedecen a una lógica distinta a la nuestra; la ley natural, que nosotros denominamos salvaje, somete a todos los que participan en estas historias, esta fuerza primaria nos asombra y nos inquieta. Pero también hay relatos donde la ambición y las cegueras humanas producen mayor devastación que la naturaleza; ante estas historias, el dolor y el desencanto dejan grabados en nuestra memoria a los personajes y sus dramas.

Jack London un personaje fascinante y contradictorio

Nació el12 de enero de 1876, San Francisco, California, Estados Unidos. No es posible separar la vida de este escritor de su obra, no sólo porque la influencia de sus propias vivencias es innegable, sino porque Jack London se empeñó en construirse a sí mismo como un personaje, tan fascinante como todos los héroes que desfilan por su narrativa. Aventurero, hombre de acción, navegante, buscador permanente, rebelde, contradictorio y misterioso: más de 20 biografías confirman la fuerza de su personalidad y la fascinación que despierta el carácter de este hombre. Aunque no es el protagonista de todos sus relatos, sí son sus experiencias las que dan el sustrato a su obra. Una de sus mejores novelas, Martín Edén (1909), sí es un relato autobiográfico de
iniciación, más adelante escribirá John Barleycorn, memorias alcoholicas (193), donde hará un autorretrato de su decadencia, donde paradójicamente justifica el alcoholismo como una muestra de hombría, no como una adicción a la que él estuviera sometido.
No resulta posible encasillar a Jack London en algún estereotipo del escritor convencional; es más, la escritura parece ser una más de las aventuras que
emprendió, no la determinante. Incluso en algunas declaraciones se refiere a la escritura como un oficio que le es odioso, pero necesario: escribe como si cumpliera una condena.

La vida de Jack London (John Griffith London) está marcada por los viajes: Es hijo de un astrólogo ambulante, un gitano enamoradizo e irresponsable, que vivió durante un año (1874 – 1875) con su madre, Flora Wellman. El apellido “London” se lo da John London, quien se casó con Flora cuando Jack tenía un año de edad. Podemos pensar que la sangre gitana que corre por sus venas, lo impulsará a mantenerse en movimiento. Mas la vida con su madre y con John tampoco es muy estable: debido a las dificultades para encontrar trabajo, se mudan incontables veces durante la infancia de Jack, hasta que comenzando su adolescencia se establecen en Oakland, en la bahía de San Francisco. Aunque no se puede decir que la familia London fuera pobre, sí tenían dificultades económicas; esta situación determinará el carácter neurótico y supersticioso de Flora que tratará a su hijo de forma déspota, algunos biógrafos aseguran que la presencia de Jack le recordaba a su madre un tipo de vida que ella quería olvidar. A los 13 años, London abandona los estudios porque su padre está incapacitado y debe trabajar: lo hace en jornadas de más de doce horas en una fábrica de cartón. Posteriormente, se vincula a una pandilla del puerto, comienza a beber y comete crímenes menores hasta que sufre un accidente y siente, como lo dice en su autobiografía, el impulso de abandonarse, de morir; es rescatado por un pescador. Se incorpora a una patrulla del puerto que controla la pesca ilegal. A los 17, parte en un buque dedicado a la captura de focas hacia el Pacífico Norte. Regresa para trabajar nuevamente en una fábrica, de la que renuncia para marchar hacia Washington. No tiene convicción, pero la aventura le atrae, abandona la marcha y recorre varias ciudades del Este. A su regreso, en 1897, San Francisco está contagiada de la fiebre del oro, la última, que tenía como destino Alaska. London se embarca una vez más hacia el norte, pero su excursión no le trae riquezas, aunque le brinda material para sus mejores relatos. A su regreso, envía un relato a un concurso y gana sus primeros 25 dólares; decide que va a ser escritor. Con terquedad y disciplina, escribe y manda sus relatos a diversos periódicos hasta que consigue que se los compren. La escritura se convierte en su trabajo, en su fuente de ingresos. Como corresponsal, viaja a Londres, allí escribe La llamada de lo salvaje (1903) y se hace famoso. En 1904 aparece su segundo éxito Lobo de mar, y con sus ingresos materializa un deseo: compra un rancho, en el que invertirá sus energías y su dinero de allí en adelante. El talón de hierro (1908), Martín Eden y Colmillo Blanco (1906) harán de Jack London un escritor inolvidable; sin embargo, otras actividades del escritor parecen servirle como propaganda: como socialista, hará giras por el país pronunciando discursos entusiastas de tono apocalíptico, y aparecerá en los periódicos como una figura polémica. Su vida y su obra pronto comenzarán a deteriorarse; incluso pagará a un joven escritor por argumentos (Sinclair Lewis, primer premio Nobel de Literatura norteamericano). Emprenderá un viaje por los mares del sur, en su propia goleta, y los nuevos paisajes exuberantes serán los escenarios de sus últimos relatos. Jack London se casó dos veces y tuvo dos hijas, escribió más de 20 novelas cortas y cerca de 100 cuentos, también escribió reportajes, discursos, ensayos y comentarios, invirtió todo su dinero en su rancho y en su embarcación. A los cuarenta años, el 22 de noviembre de 1916, tomó una sobredosis de morfina (había sustituido el alcohol por las drogas para controlar el dolor) que, tras 12 horas de agonía, le produjo la muerte.


La narrativa breve de Jack London

El estilo:

Herencia de la narración oral: agilidad, tensión, primacía de la acción, descripciones nítidas, selección adecuada de acontecimientos nucleares, finales contundentes, preferencia por lo extraordinario sin preocupación por la verosimilitud, no hay profundización psicológica porque prima lo instintivo y las pasiones (de ahí su carácter trágico) sobre la razón o las emociones, sus relatos carecen de humor, aunque encontremos en algunos ironía cruel.

Los temas:

· Pugna salvaje entre los hombres y un universo imprevisible e implacable que desea reducirlo. La ley natural, la supremacía del más fuerte.
· Lucha por la vida. La crueldad de la vida.
· El viaje de transformación. El perpetuo nomadismo. El descenso al infierno. La búsqueda del tesoro.
· Los últimos momentos de la vida, de cara a la muerte, cuando se recobra la dignidad.
· La injusticia social y la forma como los hombres se consumen bajo un poder arbitrario y absoluto.
· El orgullo de los hombres que les conduce a la desgracia (hybris).

Los personajes:

La bestialidad es lo que hace héroes a estos personajes; su regreso a lo primario salvaje es lo que les permite sobrevivir.
· Tanto humanos como animales, los personajes de London no son héroes en el sentido épico tradicional, tienen coraje, son valientes y obedecen las leyes de la naturaleza, no tienen preceptos morales que los puedan conducir al sacrificio ni a esperar que otros se sacrifiquen por ellos: se trata de matar o morir.
· Se aferran a la vida con tanta intensidad y terquedad que resultan fascinantes. Recurren a lo que sea para
sobrevivir.
· Enfrentados a la muerte, recuperan la conciencia y adquieren una lucidez que les muestra que la vida es más cruel que la muerte. En varios relatos, los personajes son conscientes de la cercanía de la muerte y tienen tiempo de
reflexionar. Se entregan dignamente a la muerte porque su rendición ha sido precedida por el máximo esfuerzo.
· Son solitarios, no crean vínculos porque los vínculos constituyen
debilidad.
· Ambiciosos, aventureros, rudos: estos son personajes rodeados de naturaleza.
· Acabados, derrotados, desesperanzados y consumidos: estos personajes están sometidos a los sistemas de producción, viven en una selva urbana que no deja alternativa porque los enemigos son
invisibles.

Los espacios:

Nuevas fronteras donde sea posible el heroísmo.
· Lugares extremos, que exigen del hombre todo y castigan arbitrariamente y sin piedad el mínimo error.
· Parajes solitarios, inmensos que producen tanto la revelación mística como la locura.
· Cuando se trata de la naturaleza, los espacios parecen defenderse de la intromisión destructiva de los hombres.
· Los espacios urbanos, las fábricas, el ring, son opresivos, oscuros, cárceles disfrazadas, espacios kafkianos que amilanan a los hombres.

Desinstalarnos, descolocarnos, para que veamos la vida desde otra perspectiva.

El tema de la iniciación va a ser tratado de manera simbólica en sus más famosas novelas: Colmillo Blanco (aunque en esta se da un proceso de domesticación) y La llamada de lo salvaje (que representa el retorno a la vida primaria, la liberación de la civilización). Pero en Martín Eden, nos cuenta su propio procesos de alejamiento del mundo familiar y las aventuras que lo convirtieron en el hombre que era.

Muchos escritores se refugian tras las páginas y son más espectadores que protagonistas de la vida; observadores, críticos, reflexivos… No JL.

Quizás esta relación con su madre determinó la ausencia de mujeres significativas en su narrativa. Si aparecen las mujeres, lo hacen como una carga, como una responsabilidad o una condena para los hombres.

La experiencia como trabajador infantil explotado la desarrolla en un cuento doloroso: El apóstata (1906)

Una de las primeras experiencias contradictorias; como más adelante lo será su ambición económica y su pertenencia al Partido Socialista.

A partir de este viaje de 7 meses, JL creará a un héroe rudo y cruel, el protagonista de Lobo de Mar, y también de uno de sus cuentos: Rumbo Oeste.

Y lo será durante toda la vida. Jack London llegó a recibir 75000 dólares anuales, fue uno de los escritores mejor pagados de la historia de la literatura norteamenricana.



Cuento: Amor a la vida, La hoguera, Finis, Rumbo Oeste.

Semejanza con los personajes de Horacio Quiroga.

Silencio Blanco

Cuentos: Por un buen bistec, El apóstata.

Pombo Fabulista

Por Gabriel Pabón

Rafael Pombo, definitivamente ha pasado a la historia de la literatura continental como el poeta de los niños. En sentido estricto, sus creaciones en este campo no son tan originales como se cree popularmente; en efecto, el nombre de Pombo se asocia con personajes que tradicionalmente han poblado profusamente las cartillas escolares: Simón el bobito, Rin Rin Renacuajo, la pobre viejecita, Cucufato y su gato, etc. Pero sin restarle méritos al poeta colombiano, y tal como lo ha demostrado Héctor Orjuela[1] (en cuyo estupendo estudio nos apoyamos) la gran mayoría de los poemas infantiles que se le atribuyen a Pombo, son en realidad traducciones o adaptaciones del inglés; el gran mérito consiste en haber hecho adaptaciones en realidad magistrales, con gran sentido del ritmo y la melodía, así como de la idiosincrasia del niño latinoamericano.

Cuando residía en Nueva York, Pombo firmó contrato con la casa Appleton para traducir algunas fábulas para niños. Inspirado en el libro the Childe´s Picture and verse book, de Otto Speckter, Pombo encontró, en los cuentos Mother Goose´s Meolodies, en la serie escolar Wilson´s Readers y, especialmente en la antología Fables, Original and Selected, de G. Moir Bussey, los temas y las formas básicas para sus creaciones; este último libro fue el que más le aportó a Pombo los asuntos literarios que lo hicieron famoso. La antología reunía fábulas de todas las épocas y culturas, pero hubo predilección de Pombo por algunos autores, que presentamos a continuación con sus respectivos aportes:

De Esopo:
La gallina y el diamante (The cock and the jewel)
Los huevos de oro (The man and his goose)

De La Fontaine:
Los médicos (The physicians)

De Lessing:
La abeja y el hombre (The benefactors)

De Dodsley:
La paloma y la abeja (the dove and the ant)
El niño y la mariposa (the boy and the butterfly)

Otras adaptaciones de Pombo fueron hechas de poemas, rimas y canciones populares inglesas (la mayoría de ellos de autores anónimos) contenidas en la conocida Mother Goose Melodies. Veamos a lo que al respecto cita Héctor Orjuela:

El renacuajo paseador es una adaptación del conocido A Frog He World—A-Woing Go[2], en el que se relatan las aventuras de un renacuajito viajero: El cuento de nuestro bardo es tan gracioso como el original inglés que empieza así:

A Frog he World a-wooing-go
Heigho, says Rowley:
Whether his mother would let him or no
With a Rowley powlwy, gammon and spinach,
Heigho, says Anthony Rowley.
So off he marched with his opera hat,
Heigho, says Rowley.

Vèase cómo interpreta nuestro fabulista estos versos:

El hijo de Rana, Rin Rin Renacuajo,
Salió esta mañana muy tieso y muy majo
Con pantalón corto, corbata a la moda,
Sombrero encintado y chupa de boda.
[3]

Así, Simón el bobito corresponde a Simple Simon; e incluso La pobre viejecita contiene versos que siguen muy de cerca el original:
There was and old woman, and nothing she had;
And so this old woman was said to be mad.
She´d nothing to eat,
She´d nothing to wear,
She¨d noting to lose,
She¨d nothing to lose
She´d noting to fear
She´d noting to ask … :

Otros personajes de Pombo son también tomados de este libro: Mirringa Mirronga, Tía Pasitrote, (La ovejita de) Ada; sobre este último personaje hay una canción de John Lennon: Mary had a little lamb
[4] .

Pero más que simple traductor, repetimos, Pombo es un excelente adaptador; incluso podríamos decir que en esta labor enriquece los personajes mediante un gran sentido musical y unas imágenes que los convierten en memorables. No en vano Pombo, en sus años juveniles se había aficionado a la música, pero también había sido profesor de matemáticas y, luego, traductor de Lord Byron; tal vez esta combinación de oficios y aficiones, le confirió un excelente sentido de la musicalidad, una rigurosidad y una sensibilidad que hicieron de él un poeta con especial respeto por las formas y los sentidos.

Es necesario aclarar, finalmente, un par de asuntos: primero, que Pombo estuvo lejos de ser un plagiador, pues sus aportes como adaptador fueron excelentes y creativos; y segundo: tampoco tuvo la intención de ocultar las fuentes, pues eran suficientemente conocidas en el medio editorial; eso sin contar con que la mayoría de fabulistas hicieron adaptaciones abiertas de anteriores fábulas, que finalmente se remontan a los aportes de Esopo y Fedro.

Notas:

[1] ORJUELA, Hëctor. La obra poética de Rafael Pombo. Publicaciones del Instituto Caro y Cuervo, XXXIV, Bogotá, 1975.
[2] Una traducción literal de este título podría ser: “El renacuajo que podría persuadir de irse”.
[3] ORJUELA, Op. Cit, pág. 261.
[4] Traducción literal: “María tenía una ovejita”.

La sustancia oculta de los cuentos

Por Yolanda Reyes

I. El hilo de la memoria

Hace mucho, pero muchísimo tiempo, mucho antes de aprender a leer solos, quizá una voz amada nos contó alguno de esos cuentos tradicionales que suelen contarse a los niños y que hemos dado en agrupar bajo el rótulo de “cuentos de hadas” o “cuentos tradicionales”.
Deberíamos seguir el hilo de la memoria para evocar ese rostro, ese tono de voz, esas manos que iban señalando reinos y palacios lejanos, para construir una arquitectura que no existía entonces y que, sin embargo, era más real que todo lo demás: más real que el borde de esa cama que olvidamos; más real que la habitación o el patio o la noche aquella de esos tiempos... más real que nuestras caras de entonces, que las trenzas o las colas de caballo o la gomina que hace ya tanto no usamos...

Y ahora, cuando ya hemos olvidado el rostro que tuvimos y la edad exacta y el vestido, tal vez seguimos acordándonos de algún retazo de la historia, de alguna fórmula mágica de inicio, de algunas palabras que se repetían como un canto y que nombraban todo aquello de lo que no se hablaba durante el resto de las horas, todo aquello que no se decía en las visitas ni en la mesa ni en la fila del colegio...

La sustancia oculta de los cuentos: ese poder de las palabras para dar nombre y existencia a realidades interiores, tantas veces terribles e inciertas, a pesar de la supuesta inocencia que los adultos atribuyen a los tiempos de infancia.

El primer cuento que recuerdo, tal vez el más triste de los cuentos que conozco, más que cuento era letanía e indagaba, como en el fondo lo hace siempre la literatura, en los misterios de la vida, con dos de sus dramas recurrentes: el amor y la muerte. Era la historia de La Cucarachita Martínez contada por mi abuela muchas noches a la misma hora. Por si no saben el cuento, la Cucarachita, barre que te barre la puerta de su casa, encontraba una moneda y con la moneda, se compraba una cinta para el pelo. Y luego, así, tan linda, se sentaba en esa misma puerta a esperar que alguien la enamorara. Pasaban el perro, el gato y otros animales y todos le decían la misma frase: “Cucarachita, como te ves de bonita. De corazón te lo pido, ¿quieres casarte conmigo?”. Ella, como se acostumbra en los cuentos tradicionales, contestaba siempre igual: “Eso depende: ¿cómo me enamorarás?

El perro decía guau, el gato decía miau y ella volvía a contestar, invariablemente: “¡Ay, no!...sigue tu camino que me asustas, me espantas y me asombras”. Hasta que llegaba el Ratón Pérez y cuando ella decía “eso depende: ¿cómo me enamorarás?”, el Ratón Pérez contestaba, con un suave “bsbsbs” en susurros, y ella quedaba fascinada. Inmediatamente se casaban, pero la historia no tenía final feliz porque unos días luego de la boda, la Cucarachita dejaba al Ratón Pérez revolviendo un sancocho y el pobre se ahogaba entre la olla.

De repente todo se volvía muy triste. La Cucarachita se sentaba a llorar y un pajarito que pasaba le preguntaba por qué estaba tan triste. Ella contestaba: “Porque el Ratón Pérez se cayó en la olla y la Cucarachita lo siente y lo llora”... Entonces, el pajarito se unía al duelo y decía: “pues yo pajarito me corto el piquito”... Entonces pasaba la paloma y le preguntaba al pajarito por qué se había cortado el piquito y la letanía recomenzaba: “Porque el Ratón Pérez se cayó en la olla y la Cucarachita lo siente y lo llora y que el pajarito se cortó el piquito”. Y la paloma decía: “pues yo, la paloma, me corto la cola”... Y cuando el palomar llegaba a preguntar, se ponía igual de triste y decidía: “pues yo, palomar, voy me a derribar”, y se sumaba al coro y la letanía se iba haciendo cada vez más larga y aparecían nuevos personajes que repetían una y otra vez la misma retahíla:

Porque el Ratón Pérez se cayó en la olla y la Cucarachita lo siente y lo llora y que el pajarito se cortó el piquito, y que la paloma se cortó la cola y que el palomar fuese a derribar y la fuente clara se puso a llorar. Y yo que lo cuento acabo en lamento porque el Ratón Pérez se cayó en la olla y la cucarachita....

Y así sucesivamente, el duelo se iba apoderando de todo y las palabras eran tristes pero, de tanto repetirse, parecían tener poderes curativos... Obviamente, eso lo pienso ahora porque entonces yo no sabía qué circulaba debajo de esas palabras que mi abuela me contaba. Quizás tampoco ella lo sabía: sencillamente, éramos dos personas muy cercanas, cuerpo a cuerpo, cara a cara, hablando sin hablar todas las noches, de los misterios de la vida y de la muerte y del amor.

Pues bien, yo creo que, de eso, exactamente, se trata la literatura. Y creo que los lectores de cualquier edad, cuando nos refugiamos en la cadena de palabras de un libro, seguimos buscando esa posibilidad, muchas veces descubierta al lado de esas primeras voces y de esas primeras historias inscritas en nosotros, de nombrar, en un idioma secreto, en un Idioma Otro, aquellos misterios esenciales que nunca logramos entender: la vida y la muerte...Y lo que hay en la mitad.

II. El lugar de la literatura.

Si aceptamos que sabemos, desde esos remotos tiempos de palacios y de voces antiguas, que la materia de la literatura es precisamente la vida -y la muerte y lo que hay en la mitad- cabría preguntarnos por qué razón sigue tan vigente en nuestras prácticas y en nuestros currículos académicos esa otra idea según la cual, lo que se debe saber de literatura es tanto de lo que sobra y tan poco de lo que basta: es decir, definiciones, actividades, etiquetas... (“Deber antes que vida”, como dijo alguno de nuestros ilustres próceres. La letra muerta primero y después, cuando aprendamos bastante, si acaso, vendrá el placer..) Pero el problema es que “después” puede ser demasiado tarde. La literatura, así enseñada, con sus listas de autores y de obras o como estrategias y estándares de decodificación, no da segundas oportunidades.

¿De dónde habrá surgido ese consenso escolar que nos obliga a todos a subrayar lo mismo en el mismo párrafo del cuento de Caperucita Roja, a entender rápidamente las mismas ideas principales de Barba Azul y a mirar todas las obras desde los mismos puntos de vista? ¿De dónde ha surgido ese desprecio que le produce a la educación lo subjetivo, lo inefable, lo que no puede evaluarse en una prueba académica?

Yo me atrevo a pensar que hay un poco de vanidad en este equívoco. Porque, en nuestra concepción de enseñanza, aún se pide al profesor que sea capaz de controlar, planificar y evaluar el proceso de aprendizaje durante todas las etapas, de principio a fin, sin que nada se la salga de las manos. Esa concepción supone que mientras más a corto plazo sean los objetivos que se proponga un maestro y mientras más se materialicen en indicadores concretos, más fáciles serán de ver, comprobar y evaluar en términos cuantitativos. De alguna manera, su “eficacia” está todavía planteada en función de cuánto aprendizaje logra demostrar que obtuvieron sus alumnos. Lo que no es visible, evaluable y observable no da puntos. Lo que se sale de la respuesta esperada no vale. Lo que sucede fuera de clase no cuenta. Los procesos que concluyen después de finalizar el año o las revelaciones que se le van dando paulatinamente a un ser humano, a lo largo de la vida, quizás gracias a la voz de un maestro que cuenta cuentos sin esperar a cambio más que caras expectantes, fascinadas o aterradas, no se califican. Y lo que no puede evaluarse a corto plazo, es como si no existiera.

Si ya hemos esbozado que la literatura trabaja con toda la experiencia vital de los seres humanos –y no sólo con el pedacito que se puede medir– podemos imaginar lo poco que estos cuentos y esas voces han representado para sistemas pedagógicos basados en preguntas cerradas de “selección múltiple” o en ideas meramente instrumentales que insisten en hablar de lectura rápida, como si se tratara de una competencia académica o deportiva...para el caso, da lo mismo.

III. Casas de palabras

Detengámonos a pensar por un momento en la esencia del lenguaje literario y ubiquémoslo dentro del contexto más amplio de la comunicación humana. Cada uno de nosotros posee una lengua determinada para expresar su mundo interior y para relacionarse con los otros. En nuestro caso, pertenecemos a la comunidad lingüística que habla castellano. El castellano tiene un código propio, un sistema de signos que nos permite a todos los hablantes nombrar, con ciertas etiquetas, unas imágenes mentales o unos significados determinados. Eso garantiza que podamos compartir, de cierta forma, un código común. En efecto, si escribo la palabra “casa”, puedo tener la seguridad de que todos ustedes, que comparten mi lengua, evoquen en su mente el concepto de casa. Sin embargo, ninguna de las imágenes mentales que ustedes se forman corresponden al significado estándar del diccionario. Habrá mansiones, apartamentos o casas de campo; algunas serán grandes y otras pequeñas. Muchos irán más lejos y asociarán la palabra con un olor particular, con una cierta sensación de seguridad o de calor de hogar, con una añoranza o con sus propios secretos. Y eso sucede porque todos vivimos en casas distintas.

Valgámonos de esa imagen para ilustrar nuestra relación con la lengua: cada uno construye su propia casa de palabras. Tenemos un código común, digamos que son los materiales y las especificaciones básicas. Pero cada ser humano va apropiándose del código a través de sus propias experiencias vitales y suele formar sus significados, más allá de un diccionario, mediante una trama compleja de relaciones y de historias. Así, debajo de las etiquetas, el lenguaje que habitamos oculta zonas privadas y personales. Junto a las zonas iluminadas existen grandes zonas de penumbra.

¿Qué significado tiene todo esto para la enseñanza de la literatura? Pues nada menos que el reconocimiento de esas zonas. Porque, entendámonos: no es lo mismo leer un manual de instrucciones para conectar un horno que leer un cuento de hadas, y si la escuela no se da cuenta de “semejante sutileza”, seguirá enseñando a leer todos los textos desde la misma postura.

Es cierto que para conectar un horno se deben seguir, de manera literal y obediente, unos pasos, pues lo contrario puede ocasionar un cortocircuito. Sin embargo, es igualmente cierto que, en el caso de los cuentos, de los poemas y de la literatura toda, son precisamente la libertad del lector y, de cierta forma, su desobediencia al sentido literal de las palabras, las que le permiten “comprender” en toda su dimensión. Aunque para las dos tipos de lectura hablemos de comprender, el tipo de comprensión que se establece, es muy distinto. Para entender un cuento, es necesario conectarlo con sensaciones, emociones, ritmos interiores, evocaciones como las que hicimos al comienzo, símbolos tal vez arcaicos y zonas recónditas y secretas de nuestra experiencia. Si no nos permitimos explorar esas zonas secretas con sus penumbras y sus ambigüedades, esos cuentos no nos dirán nada, así contestemos cuál es su tema o cuándo nacieron sus autores, o así identifiquemos la introducción, el nudo y el desenlace...

A pesar de que los dos tipos de lecturas –el manual de instrucciones para conectar un horno y los cuentos de hadas- compartan muchas palabras y signos, hay algo en ellas que nos hace a nosotros, como lectores, entrar en dinámicas diferentes. Y la escuela, aclarémoslo, debe enseñar a leer de todas las formas posibles y con diversos propósitos. Porque necesitamos seguir instrucciones cada vez más complejas, no sólo para conectar hornos, sino para que una nave pueda despegar y explorar lugares remotos. Pero también necesitamos, y cada vez con mayor urgencia, explorar el fondo de nosotros mismos y conectarnos, desde ahí, con esos otros, iguales y diferentes, que comparten nuestras raíces humanas, nuestros sueños y nuestros terrores. Así como algunas veces debemos ser obedientes o literales y otras veces requerimos analizar con exactitud textos científicos y académicos -y no niego que esto también puede y debe enseñarse- también es cierto que necesitamos herramientas para hacer lecturas libres y transgresoras, para conversar profundamente con nosotros mismos y con esas otras voces, en ese idioma secreto que fluía entre nosotros y nuestros narradores privados mientras compartíamos un cuento.

Por hablar en ese Idioma Otro, y por nombrar esas “habitaciones propias”, la literatura debe ser leída, vale decir sentida, desde la propia vida. El que escribe estrena las palabras y debe reinventarlas cada vez, para imprimirles su huella personal. Y el que lee literatura recrea ese proceso de invención para descifrar y descifrar-se en el lenguaje secreto de otro. Es éste un proceso complejo que compromete, por decir lo menos, a dos sujetos, con toda su experiencia, con toda su historia, con sus lecturas previas, con su sensibilidad, con su imaginación, con su poder de situarse más allá de sí mismos. Se trata de una experiencia de lectura compleja y, hay que decirlo, difícil. Pero se puede enseñar. Y yo sostengo también que se puede enseñar a amar la literatura, así como se enseñan y se aprenden números, vocales o competencias semánticas o lo que ustedes quieran. Es posible enseñar la experiencia esencial de la literatura: es decir, su poder para revelarnos sentidos ocultos y secretos; para conmovernos y aterrarnos y zarandearnos y nombrarnos y hacernos reír o temblar, y para hablar de todo aquello que no se dice, de labios para afuera, en las visitas.

Cabe, entonces y sé que muchos de ustedes lo creen y lo hacen posible todos los días, promover una pedagogía del amor a la literatura que dé cabida a la imaginación de alumnos, alumnas y maestros y al libre ejercicio de su sensibilidad, para impulsarlos a ser re-creadores de los textos.

IV. Lo que sí puede enseñar la literatura

Nuestros niños, niñas y jóvenes están inmersos en una cultura de prisa y bullicio que los iguala a todos y que les impide refugiarse, en algún momento del día o, incluso, de su vida, en lo profundo de sí mismos. De ahí que la experiencia del texto literario y el encuentro con esos libros reveladores que no se leen sólo con los ojos o con la razón, sino con el corazón y el deseo, sean hoy más necesarios que nunca como alternativas para ir construyendo esas casas o palacios interiores. En medio de la avalancha de mensajes y estímulos externos, la experiencia literaria brinda al lector unas coordenadas para nombrarse y leerse en esos mundos simbólicos que han construido otros seres humanos. Y aunque leer literatura no cambie el mundo, sí puede hacerlo más habitable, porque el hecho de vernos en perspectiva y de mirar hacia adentro, contribuye a abrir nuevas puertas para la sensibilidad y el entendimiento de nosotros y de los otros.

Necesitamos poemas, cuentos y toda la literatura posible en nuestras escuelas, no para subrayar ideas principales, sino para favorecer una educación sentimental. No para identificar moralejas, enseñanzas y valores sino para emprender esa antigua tarea del “conócete a ti mismo” y “conoce a los demás”. El reto fundamental de un maestro es el de acompañar a sus alumnos en esa tarea, creando, a la vez, un clima de introspección y unas condiciones de diálogo para que, alrededor de cada texto, puedan tejerse las voces, las experiencias y las particularidades de cada niño, de cada niña, de cada joven de carne y hueso, con su nombre y con su historia..

Un maestro de literatura, por encima de todo es, como aquellos contadores que evocamos al comienzo, una voz que cuenta; una mano que inventa palacios y arquitecturas imposibles, que abre puertas prohibidas y que traza caminos entre el alma de los libros y el alma de los lectores. Y para hacer su trabajo, no debe olvidar que, más allá de maestro, es también un ser humano, con zonas de luz y sombra; con una vida secreta y una casa de palabras que tiene su propia historia. Su labor, como la literatura misma, es riesgo e incertidumbre. Su oficio privilegiado es, básicamente, leer. Y sus textos de lectura no son sólo los libros sino también sus lectores. No se trata de un oficio, sino de una actitud de vida. No figura en los estándares ni en los textos escolares ni en el manual de funciones, pero se puede enseñar. Ojalá les quede esa idea clara: que un maestro puede “enseñar” el amor por la literatura mediante su actitud vital, que es el texto por excelencia de sus alumnos. Cuando salgan del colegio y olviden fechas y nombres, podrán recordar la esencia de esas conversaciones de vida que se tejían entre líneas, cuando su maestro sacaba un libro de cuentos y compartía con ellos la emoción de una historia, sin pedirles nada a cambio. Porque en el fondo, los libros son eso: conversaciones de vida. Y sobre la vida, sí que es urgente aprender a conversar.

Creo que leemos para conversar, y decir y decirnos, sin entender nunca nada del todo. Como la Cucarachita cuando se refugiaba en esa letanía, cada vez con más voces y ese ser en las palabras, ese fluir con las palabras de otros muchos, era como un hechizo que de cierta forma, sanaba el dolor, mediante el rito de nombrarlo.

Tal vez el tiempo, que siempre va tan de prisa, borre en sus estudiantes los rostros de ahora y las coordenadas de aquel salón donde ustedes les leen cuentos, sin pedirles nada a cambio, salvo sus caras de expectación, terror, asombro o deleite...Pero quizás cuando sean grandes lectores se acuerden de algún cuento entrañable que los marcó para siempre y de una voz que decía:
“Érase una vez, en un país muy lejano...”

Y nadie estará ahí para ponerles una condecoración ni una medalla al mérito ni para dar fe del milagro. Pero así es como se van haciendo los lectores: cuerpo a cuerpo: cuerpo y alma, en una habitación o en un salón de clase. Cuento a cuento. Y uno por uno.

Shakespeare Mil Palabras

Por Gabriel Pabón Villamizar

La época

La época en que vivió Shakespeare fue excepcional para el cultivo de su genio. Si hubiera nacido veinte años antes, hubiera legado a Londres como un peón mal pagado, encargado de elaborar figuras en tela basta para dramas infantiles; y si hubiera nacido veinte años más tarde, hubiera arribado a la capital británica cuando el drama había empezado a perderse público masivo y a sucumbir en una especie de autocomplacencia decadente
[1]. Pero por fortuna, el poeta inglés vivió una confluencia de factores que se unieron aleatoriamente para favorecer su obra.
Había nacido Shakespeare en Stratford on Avon, cerca de Londres, en una época en que cesaban las luchas religiosas, y se imponía una especie de pax romana en el imperio inglés; al mismo tiempo, las luchas continentales provocaban una buena cantidad de inmigrantes por motivos de perfección religiosa, lo que hacía de Londres una especie de “ciudad abierta” que favorecía el florecimiento de expresiones culturales. En efecto, la capital británica en esa época se convirtió en el “paraíso de las mujeres” debido a la libertad que ofrecía la ciudad y que revirtió en una mayor participación cultural; por otra parte, el haberse Inglaterra desprendido del puritanismo católico y el dogmatismo papista, hizo que en Londres corrieran con más libertad las diferentes corrientes de pensamiento y se permitiera, por ejemplo, una política sumamente pragmática respecto a la existencia de dos expresiones cultrales claves: el teatro y el libro.

El libro tuvo un lugar privilegiado en Londres. En efecto, el libro enseñaba al inglés medio cómo manejar sus cuentas, cabalgar, cocinar, escribir, navegar; en fin: sobrevivir sin necesidad de médicos o maestros. Al no existir diccionarios en lengua inglesa, el londinense desarrollaba, a la par que una buena memoria y un sentido libre de lo que era su idioma, un culto especial por la lengua escrita.

Paradójicamente, la mayoría de la obra de Shakespeare no fue publicada en su vida; sólo después de su muerte, dos de sus amigos más cercanos se dieron a la tarea de recopilar los textos, y recuperar, de memoria, la mayoría de los parlamentos; esto último no resultaba tan arduo desde que la mayoría de los actores había necesitado memorizar no uno, sino varios papeles; y, por otro lado, la recuperación por la memoria se facilitaba al (y este es un factor que se olvida con frecuencia en la mayoría de las traducciones a otras lenguas) ser la obra dramática de Shakespeare expresada no en prosa sino en verso, lo que, como ya se sabe, es un recurso mnemotécnico, además de artístico.

Shakespeare es un dramaturgo, peo también un poeta. Primero, por la profundidad, la originalidad de sus imágenes; segundo, por el lirismo de su lenguaje; y tercer, porque, repetimos, buena parte de sus parlamentos fueron originariamente concebidos y expresados en versos de gran factura formal, con los parámetros de la época: ritmo, métrica y rima.

El cultivo del verso por parte de Shakespeare, no es de extrañar, dada la particularidad de su formación. En su infancia, su familia lo matriculó en la escuela del pueblo. “Latín, más latín y todavía más latín”, era mayoritariamente lo que se estudiaba; y si había posibilidad de cursar una segunda lengua, existía la posibilidad de que ésta fuera era el griego. Aparte del latín, la escuela de Stratford no le enseñó a Shakespeare nada más. No le enseñó matemáticas o alguna ciencia natural, o historia, a menos que fueran algunos fragmentos referidos a viejos eventos. Pero hubo una circunstancia que el joven Sakespeare aprovechó inteligentemente: los estudiantes necesitaban, en el momento del examen final, recitar largos fragmentos de algún clásico latino; había un considerable énfasis en una buena expresión pública, y en un controlado e inteligente uso de la voz; por eso, algunos maestros permitían a sus discípulos actuar obras de Plauto y Terencio para permitirles experiencia en el manejo de la palabra hablada.

En Londres, Shakespeare aprendió francés; a la par que hacia una especie de auto-cultivo muy libre y creativo del idioma, su experiencia y su genio le permitieron combinar de forma providencial el conocimiento de los sentimientos y gustos del pueblo, con las sutilezas conceptúales y formales de la expresión poética de su tempo. Su expresión poética llegó a las capas más variadas de su sociedad. En sus obras teatrales se interesaba la corte real, peo también el vulgo. La masa de asistentes a sus representaciones teatrales estaba compuesta por sastres, tintoreros, caldereros, cordeleros, marineros, viejos, jóvenes, mujeres, muchachos, etc. Seguramente el interés de este público atendía a ver escenas espectaculares, pero también era receptivo a una poesía cercana a la vida y a sus situaciones dramáticas. En palabras de Arnold Hauser, “Shakespeare fue de todos modos el primero, si no el único, gran poeta en la historia del teatro que se dirigió a un público amplio y mezclado que comprendía, puede decirse, todas las capas de la sociedad. ”.

Mucho más cultista es la forma de expresión presente en sus poemas. Hay que recordar que la formación recibida por Shakespeare en su infancia y juventud fue clásica y academicista; pro otro lado, el espíritu y las circunstancias de la época exigían una poesía elitista y cortesana.

Shakespeare es poeta por doble partida: poeta épico en sus dramas, y poeta lírico (si no es redundancia decirlos) en sus sonetos. Pero dejemos que lsea la voz autorizada de algunos especialistas la que no de la magnitud de la calidad de los sonetos:
- “En los sonetos (…) se encuentra todo el contenido de su teatro, admiración, amor, celos, enredos, deslealtades, pasión, sensualidad, cambios de ánimo"; y si en las obras de teatro aparece con profusión el verso, en los sonetos alcanza el total protagonismo, desembocando en un final casi siempre memorable. Para añadir matices, el destinatario de la mayor parte de los poemas es un joven, y de otros una mujer que se interpone entre el muchacho y el poeta; la diferencia de edad y el tiempo, con mayúsculas, son el telón de fondo", añadió Rivero, quien además de director de la Casa del Libro de Sevilla, es traductor de Keats y de Tennyson, entre otros”. (Antonio Rivero Taravillo).


Notas:

[1] Esta, al igual que las demás referencias bibliofráficas, se basan en el libro Shakespeare of London, de Marchette Chute, E.. Dutton and Company nc., Publishers, New Cork. 1949.


A los niños hay que tomarlos en serio

SECRETARÍA DISTRITAL DE EDUCACION - ASOLECTURA
TERCER ENCUENTRO DE CIERRE PROGRAMA GRUPOS DE MAESTROS INTERNACIONAL SOBRE BIBLIOTECAS PÚBLICAS

Bogotá, octubre 27 2006
Biblioteca Virgilio Barco


Ponencia presentada por Silvia Castrillón.


“Los niños son simplemente niños. Los niños tienen que ir a la escuela, estudiar mucho, jugar y ser cariñosos con sus padres”[1].

Sin embargo, vivimos tiempos difíciles y los niños también viven tiempos difíciles.

Me gustaría hablar hoy de un tema que me preocupa desde que inicié hace ya tres décadas un trabajo continuo con maestros y bibliotecarios orientado a promover el acceso a la cultura escrita y a contribuir a la generación de condiciones más propicias para ello desde la escuela y desde la biblioteca.

Mantengo un contacto permanente con maestros y bibliotecarios y con ellos pretendo adelantar una reflexión sobre sus prácticas y anteponer una distancia frente a ellas.

Quiero plantear aquí, de manera muy rápida, sólo algunos puntos en relación con la lectura de la literatura en el aula, puntos que, en mi concepto, precisan mayor atención por parte de los maestros y sobre los cuales sería conveniente abrir en las escuelas espacios para el debate y para mayores profundizaciones.

Corriendo el riesgo de simplificar, podría decirse que el interés por introducir la lectura de la literatura en la escuela, por fuera de los estudios literarios, tiene dos orígenes: el primero, hacer más “lúdica” la formación de lectores y complementar las prácticas de lectura con actividades que toman como modelo las de promoción que hacen las bibliotecas públicas y, el segundo, por la vía de los editores, quienes se han convertido en agentes de la promoción de la lectura, especialmente los especializados en libros para niños y jóvenes, que casi siempre son los mismos que producen los textos escolares.

Es decir que la literatura, y especialmente la llamada literatura infantil y juvenil, se introduce en la escuela con el fin de incorporar al aula materiales que complementen el texto escolar, que hasta hace unos años conducía, sin competidores, las relaciones maestro-alumno y con el afán de lograr mejores resultados en la enseñanza de la lectura, para lo cual se acompañó esta literatura con actividades lúdicas y recreativas que pretenden conjurar los esfuerzos y dificultades, que tanto para maestros como para alumnos, implica la verdadera formación de un lector.

La primera de estas reflexiones, y de la que se desprenden las demás, es la de que la escuela hace por lo general un uso extraliterario de la literatura, convirtiéndola en un instrumento con propósitos que la desvían de su verdadero sentido y que impiden una verdadera experiencia estética transformadora y enriquecedora del ser por parte de los alumnos –y de paso también de los maestros-. Ya es corriente ver cómo la literatura se selecciona y clasifica, no de acuerdo con su valor literario, sino con sus posibilidades de “trabajar” otros “valores” y temas de actualidad de supuesto interés por parte de los alumnos.

Parecería ser que la escuela no puede renunciar a encontrar en todo lo que hace una utilidad inmediata, evaluable, lo cual, seguramente, es producto de las presiones que la sociedad ejerce sobre ella para que se convierta en una institución productiva que pueda formar alumnos productivos y aptos para la convivencia.

Dentro de este contexto, se privilegian, por una parte los libros que hacen del aprendizaje de la lectura algo pretendidamente lúdico y fácil y por otra, los que contribuyen a la transmisión de valores y al tratamiento de temas “difíciles”.

Sin embargo, este tratamiento de estos temas “difíciles” no se hace con verdaderas obras literarias, sino con libros especialmente creados con fines pedagógicos y excluye verdaderas obras de arte que en la opinión de los adultos podrían ser muy duras para el público infantil.

Se omiten obras con la intención de proteger a niños y jóvenes de su realidad, obras que, en lugar de simplificar las miradas, podrían ser espacio privilegiado para contribuir a la comprensión de la complejidad del mundo. Tratamos a los niños en las escuelas –pero también las bibliotecas- como si estos no fueran habitantes de un planeta cada vez más deshumanizado.

A esta postura hacen eco y contribuyen las editoriales con los planes lectores que excluyen de sus selecciones cualquier obra que consideran lesiva de la sensibilidad del niño o por encima de su comprensión de la realidad.

Me da la impresión de que, con una actitud paternalista y protectora, amparada en la buena intención de crear para los niños ambientes que no se parezcan a los del hogar ni a los de la calle, las escuelas y las bibliotecas les niegan el derecho que tienen de ser tomados en serio y menosprecian su capacidad de observar, de comprender, de reflexionar, de cuestionar su realidad y con ello, de imaginar mundos mejores.

Este silencio con el que pretendemos hacerlos felices, no hace más que abrir brechas entre ellos y el mundo, entre ellos y nosotros y entre el presente y la posibilidad de un futuro diferente para ellos mismos.

Vivimos un mundo complejo, repleto de contradicciones, violencia e injusticia, de las cuales ellos también son víctimas. Pero también vivimos un mundo lleno de posibilidades, colmado de prodigios, que facilitarían mejorar nuestras miradas del mundo y las de los niños, pero especialmente, no asumir una actitud paternalistamente protectora contra el infortunio, sino, fortalecer en ellos su capacidad de ver el mundo con ojos diferentes y generar la esperanza en su transformación, cosa que, a juzgar por las estadísticas sobre la depresión y el suicidio juveniles y la indiferencia con que muchos jóvenes se protegen, se ha venido perdiendo de manera alarmante.

La idea de que debemos proteger al niño y de que la infancia es una especie de limbo que no debe contaminarse con la realidad es una idea relativamente reciente y surge, entre otras cosas, por el sentimiento de culpa que nos abruma cada vez que echamos una ojeada al mundo que estamos o que están construyendo algunos adultos. El mexicano Juan Domingo Argüelles, en una conferencia dictada en Bogotá recientemente, nos contaba cómo en 1959 el educador Jaime Torres Bodet planteaba tres metas para la educación: “que el niño conozca mejor que ahora el medio físico, económico y social en que va a vivir, que cobre mayor confianza en el trabajo hecho por sí mismo y que adquiera un sentido más constructivo de su responsabilidad en la acción común”. Todas estas metas consideran seriamente al niño y creo no equivocarme al pensar que si Torres Bodet viviera en los tiempos presentes agregaría a esto, la necesidad de fortalecer su capacidad de entender y transformar su realidad.

Quiero presentar un ejemplo a mi modo de ver significativo: Libros como La Isla del autor suizo residente en Australia Armin Gredel o como Juul de Gregie de Maeyor, no son vistos en muchas escuelas como adecuados para los niños, debido a que se refieren de manera muy descarnada a la realidad fuerte y conmovedora de la crueldad contra la diferencia y la ausencia de solidaridad, con el argumento de que ya llegará la hora en que ellos deban enfrentar estas y peores situaciones. Lo malo es que cuando esta hora llega no lo hace por la vía de la literatura que hubiera podido fortalecerlos y ofrecerles alternativas, sino por la del choque brutal con la realidad.

Los ejemplos se pueden multiplicar: Jesús Betz, un hermoso libro, cuyo texto e ilustraciones presentan una realidad muy cruel, pero en donde se reinvindican el amor, la esperanza y el perdón, al contrario de Zorro de Margaret Wild y Ron Brooks, que habla de la soledad y de la envidia, y es tal vez más inquietante por no presentar un feliz. O Bonsai de Christine Nöstlinger y Mi amigo el pintor de Lygia Bojunga que han sido censurados en las escuelas, el primero por tratar el tema de la homosexualidad de un adolescente y el segundo el de la amistad entre un niño y un adulto que se suicida.

Estas situaciones son contradictorias cuando estos libros -que son obras de arte-, son reemplazados por otros que, sin valor literario, ofrecen enseñanzas sobre la droga, el sida y otros temas que se dirigen a los adolescentes, pero con situaciones simplistas y esquemáticas y personajes poco verosímiles, libros muy parecidos a los llamados de autoayuda para los adultos y que en últimas lo que pretenden es reemplazar las búsquedas de sentido de los niños y los adolescentes por imposiciones sobre modos de ver el mundo.

Soy consciente de que la ausencia de reflexión dentro de las escuelas sobre estos temas es herencia de la ausencia de reflexión en todos los órdenes y en todas las instituciones. Cada vez se impone con más fuerza una manera de pensar que niega los problemas más serios del ser humano y que asocia las dificultades con la falta de dinero, de profesionalización, de acceso a las tecnologías, y otras cosas que, si bien son importantes, su solución no cambiaría mucho las cosas.

Quisiera finalizar mi intervención con un episodio de los muchos que presenta nuestra realidad colombiana y que ilustra, quizá de manera extrema, los diversos tiempos y realidades que viven los niños en el mundo entero. Se trata de un despacho de prensa citado a su vez por el poeta William Ospina: “Cuando los guerrilleros del ELN entraron en la iglesia de Ciudad Jardín, en Cali, a secuestrar a los fieles, un jovencito al ver que se acercaba un guerrillero le dijo: “Pero, por qué me va a secuestrar a mi? Yo tengo 14 años, ¡soy un niño!” El guerrillero le respondió: “Yo también tengo 14 años y soy un hombre”.

Bibliografía

Bernard, Fred y François Roca. Jesús Betz. México: FCE, 2003.

Bojunga, Lygia. Mi amigo el pintor. Bogotá: Norma, 1990.

De Maeyer, Gregie y Koen Vanmechelen. Juul. Salamanca: Lóguez, 1996.

Greder, Armin. La isla. Salamanca: Lóguez, 2003.

Nöstilinger, Christine. Bonsai. Bogotá: Norma, 1198.

Skármeta, Antonio. La composición de Antonio Skármeta, ilustrado por Alfonso Ruano. Caracas: Ediciones Ekaré, 2000.

Wild, Margaret y Ron Brooks. Zorro. Caracas: Ekaré, 2005.


Notas:

[1] Skármeta, Antonio. La composición de Antonio Skármeta, ilustrado por Alfonso Ruano. Caracas: Ediciones Ekaré, 2000.

La formación de lectores y escritores*


Al comenzar a leer estas páginas, escritas desde mi perspectiva como docente, deseo advertir que sólo contienen algunas reflexiones sobre un proceso que, a mi juicio, sigue y seguirá siendo, quizá, un desconocido pese a nuestros intentos por desentrañarlo; me refiero a la formación de lectores y escritores. También quiero señalar que gran parte de esas reflexiones están basadas en obras de diferentes autores, leídas o releídas en los últimos tiempos, cuyos nombres iré citando oportunamente, y en trabajos míos anteriores que tienen pertinencia para el tema que hoy nos ocupa. En otras palabras, esto significa que vamos a transitar por caminos viejos, pero con la esperanza, siempre renovada, de que al compartirlos podamos, entre todos, descubrir en ellos rastros nuevos.

Hablar de la necesidad de que nuestros niños y nuestros jóvenes se formen como lectores y escritores en su paso por escuelas y universidades, se ha vuelto ya un lugar común en medios especializados y no especializados. Sin embargo, una afirmación en apariencia tan simple y sobre la que parecería haber acuerdo unánime, encierra un mundo de complejidades en el que podrían tener cabida más de un desacuerdo. En efecto, cuando los docentes decimos que nuestros estudiantes deben formarse como lectores y escritores ¿qué significado le atribuimos a esa afirmación? Aún coincidiendo todos en la idea de que saber leer y escribir es una condición necesaria, pero no suficiente, para hacernos lectores y escritores, ¿qué características o qué rasgos pensamos deben distinguir a niños y a jóvenes para merecer esos calificativos? ¿Cómo imaginamos a nuestros estudiantes en esa situación? ¿Qué esperaríamos de ellos? ¿Podríamos estar seguros todos los docentes de tener en mente las mismas imágenes, las mismas ideas respecto a quién designamos como lector o escritor? Creo que este es un primer punto de importancia a tomar en cuenta en una discusión sobre el tema, puesto que de la claridad que tengamos de nuestras propias respuestas va a depender la contribución que podamos hacer al proceso de formación de nuestros estudiantes.

No es fácil decidir que es lo que distingue al lector. Comúnmente pensamos que la característica distintiva es el gozo que el lector experimenta al leer, pero parecería que eso tiene que ver más con la realización misma del acto que con el impulso que lleva a él. Es, quizá, más acertado pensar que la condición fundamental que hace a un lector debe residir en una motivación intrínseca, en una intencionalidad autodirigida. No nos formamos como lectores añadiendo algo desde fuera, sino respondiendo a un llamado interior que nos incita a la búsqueda constante del encuentro con el libro: ¿curiosidad?, ¿ansias de saber?, ¿afán de obtener respuestas?, ¿expectativa ante el misterio oculto en las páginas? ¿O mas bien, y por encima de todo, amor por la lectura? Ese amor que llevó una vez a Virginia Woolf a decir:

"A veces he soñado que cuando llegue el Día del Juicio y los grandes conquistadores y abogados y estadistas vayan a recibir sus recompensas - sus coronas, sus laureles, sus nombres grabados indeleblemente en mármol imperecedero -, el Todopoderoso se volverá hacia Pedro y le dirá, no sin cierta envidia cuando nos vea llegar con nuestros libros bajo el brazo: "Mira, esos no necesitan recompensa. No tenemos nada que darles aquí. Ellos han amado la lectura". (Woolf, 1948, p. 295)

El mismo sentimiento de amor se adivina en Barthes cuando habla del "deseo" de leer del lector, deseo que lo hace permanecer absorto en la lectura, indiferente a lo que sucede a su alrededor, en un estado de "apartamiento de la realidad" que el autor asimila al del enamorado o el místico" (Barthes, 1987, p.45).

Si esto es así, y estoy convencida de que lo es, ¿cómo se enseña a amar la lectura? ¿Qué caminos conducen al despertar de ese amor? La verdadera lectura es una actividad solitaria, "¿podemos enseñar a amar la soledad?", nos dice Bloom (1995). Preguntas de muy difícil, por no decir imposible, respuesta. Debemos aceptar que el amor por la lectura - requisito indispensable en la formación de un lector - no puede ser materia de enseñanza. El amor surge y se desarrolla a partir de ese "milagro trivial", como lo denomina Marguerite Yourcenar, que es el "descubrimiento de la lectura" y "del que uno no se da cuenta hasta después de que ha pasado". Ella nos dice:

"Cuando los signos del alfabeto dejan de ser trazos incomprensibles, ni siquiera bonitos,en fila sobre un fondo blanco, arbitrariamente agrupados y cada uno de los cuales constituye en lo sucesivo una puerta de entrada, se da a otros siglos, a otros países, a multitud de seres más numerosos de todos los que veremos en nuestra vida, a veces a una idea que cambiará las nuestras, a una noción que nos hará un poco mejores o, al menos, un poco menos ignorantes que ayer" (Yourcenar, 1990, p. 240).

¿Cuál es entonces nuestro papel como docentes? ¿Si no podemos enseñar a nuestros estudiantes a amar la lectura, cómo hacer para contribuir a que se formen como lectores? ¿Disponemos de estrategias que nos aseguren el éxito de nuestro intento? La respuesta a esta última pregunta es, evidentemente, negativa. Nada puede asegurarnos que nuestros alumnos llegarán a ser lectores. Nadie puede saber cuándo ni cómo surgirá la chispa capaz de producir el incendio. Sin embargo, eso no le resta importancia al papel que podemos jugar los docentes en ese proceso. Por el contrario, creo que es posible contribuir a la formación de lectores de muchas maneras, dependiendo de nuestra capacidad e imaginación para crear las situaciones que más la favorezcan. Me voy a permitir, no obstante, señalar dos que me parecen fundamentales. En primer lugar, contribuimos a que los estudiantes se formen como lectores mostrándoles nuestro propio amor por la lectura cuando leemos para ellos y con ellos; cuando conversamos sobre nuestros autores favoritos, sobre la obra que nos apasiona en este momento, sobre la que nos decepcionó, sobre la que nos llenó de inquietud o nos hizo temblar de indignación ante la tortura y el sufrimiento humano; cuando nos aventuramos a escudriñar con ellos los estantes de la biblioteca hasta dar con el libro que deseamos leer.

Al compartir con nuestros estudiantes la emoción que nos produce leer y al conversar sobre aquello que leemos, hacemos perder a la lectura su sentido de ejercicio escolar, para mostrar lo que verdaderamente es: un ejercicio de vida. Pero, además, el hecho de "conversar" con nuestros alumnos tiene una importancia mucho mayor de la que creemos no solamente para favorecer su formación como lectores, sino también para favorecer en ellos el desarrollo de sus capacidades como personas. Bruner (1987) destacaba, hacia finales de los años 80, el papel del diálogo en la educación cuando decía: "Indudablemente hay muchas maneras en las que un ser humano puede servir de vicario de la cultura, ayudando al niño a comprender sus puntos de vista y la naturaleza de su conocimiento. Pero me atrevería a decir que hay pocas que sean tan eficaces como la participación en un diálogo". "El diálogo entre los más experimentados y los menos experimentados es una de las vías fundamentales que tiene la cultura para contribuir al crecimiento intelectual". Y agregaba que "La cortesía de la conversación puede ser el ingrediente fundamental de la cortesía de la enseñanza". En la década siguiente, otro autor, esta vez un biólogo, Humberto Maturana, señalaba que "todo quehacer humano se da en el conversar", que "el tipo de conversaciones en las cuales nos involucramos define nuestro bienestar o nuestro sufrimiento", porque al conversar "cambian nuestras emociones y cambia el curso de nuestro razonar". Es procedente, en consecuencia, pensar que a través de esos cambios podemos descubrir y alentar nuevas posibilidades en nosotros mismos y también en los demás. No en vano Martín Buber decía: "No imparto una enseñanza, sino que desarrollo una conversación".

En segundo lugar, contribuimos a que se formen como lectores cuando damos a los estudiantes oportunidad de "vivir" la experiencia literaria, de compenetrarse con personajes y situaciones, de enfrentarse a mundos de valores y responsabilidades diferentes al mundo propio y, sobre todo, de descubrir en sí mismos su capacidad para responder a las evocaciones que el texto escrito suscita en ellos. La experiencia vicaria de otras vidas, de otras formas de actuar, de sentir y de pensar nos lleva, con frecuencia, a contemplar nuestros problemas desde una perspectiva diferente y también a conocernos con una profundidad mayor. A través de la lectura se amplía nuestra experiencia del mundo, de la vida, de los seres, pero, además, se expande también nuestra conciencia de quiénes somos y de cómo somos. Por otro lado, como muy bien señala Louise Rosenblatt (1938), "la capacidad para simpatizar e identificarse con las experiencias de otros es uno de los más preciosos atributos humanos", y la lectura de obras literarias proporciona, sin duda, un estímulo para el desarrollo de esa capacidad.

El aspecto formativo de la literatura aguarda quizá todavia a que se le conceda la debida importancia, no sólo para el desarrollo del lector, sino también para el desarrollo de la persona como ser total, dado que ella brinda, entre otras cosas, la posibilidad de tomar conciencia de los propios valores frente a los expresados en la obra literaria. Por esta razón, considero que una de las metas prioritarias de la educación de hoy debería ser abrir para la literatura el mayor espacio posible en todas las aulas, desde el preescolar a la universidad. Leer literatura y conversar sobre literatura es una manera de aprender a leer y a conversar, pero es también una manera de contribuir al crecimiento intelectual, espiritual, personal, social de nuestros alumnos y de nosotros mismos.

En este sentido, es de la mayor relevancia las obras que ponemos al alcance del estudiante, lo cual nos sugiere un segundo tema de discusión que apunta a una preocupación permanente de quienes ejercemos la docencia, me refiero a la selección del material de lectura. Tal preocupación es legítima dados los problemas que de ahí se derivan, de los cuales voy a señalar dos que están, a mi juicio, entre los principales. El primero se encuentra representado por la tensión existente entre dos situaciones antagónicas: una, la necesidad de libertad de elección por parte del estudiante; otra, la obligación que sentimos, por nuestra parte, de guiarlo hacia la lectura de las grandes obras literarias. El segundo problema está representado por la selección misma de lo que llamamos grandes obras literarias y por los criterios que empleamos para hacerla.

No cabe duda de la importancia que tiene para la formación de un lector la libre escogencia de libros y autores. Por oposición, no hay quizá mejor manera de alejar a alguien de la lectura que hacérsela "estudiar", como decimos a veces los docentes, u obligarle a leer lo que rechaza de plano. Recordamos nuevamente a Virginia Woolf cuando en uno de sus ensayos nos dice que "el único consejo que una persona le puede dar a otra acerca de la lectura es no tomar en cuenta ningún consejo, sino seguir su propio instinto y usar su propia razón para llegar a sus propias conclusiones"; y añade que "admitir a los expertos en nuestras bibliotecas, no importa qué tan eruditos sean, y dejar que nos digan cómo leer, qué leer y qué valor dar a lo que leemos, es destruir el espíritu de libertad que es el aliento de esos santuarios" (1948, p. 281).

Sin embargo, aunque es cierto que se precisa de libertad para elegir los libros que se quiere leer, no es menos cierto que la formación del lector requiere también la oportunidad de acceder a los buenos libros. Sin esta oportunidad, que nadie mejor que el sistema educativo puede brindar, será más difícil para los estudiantes, para algunos de ellos por lo menos, llegar a formarse un criterio personal sobre las obras que vale o no la pena leer. ¿Se nos escapará, acaso, el hecho de que lo que vale la pena leer para algunos, es lo que puede carecer de valor para otros?

Creo, por eso, que quienes pretendemos contribuir a la formación de lectores - y supongo que somos todos los que nos desempeñamos en la docencia - debemos recorrer simultáneamente dos caminos: por un lado, proporcionar un repertorio variado, el más amplio posible, de material de lectura que pueda satisfacer la diversidad de intereses de los estudiantes; por otro, promover la continua discusión y reflexión sobre aquello que se lee en clase y fuera de ella. Conversar sobre las obras leídas confrontando ideas, juicios, valores, actitudes, situaciones, permite ir decantando las propias ideas y aprendiendo a desarrollar una conciencia crítica respecto a la lectura de diferentes textos y autores.

Quisiera abrir un paréntesis para explicar el porqué de mi insistencia en el hecho de "conversar" con los estudiantes. Se trata de un tema que en verdad me preocupa porque conversar y educar son dos acciones que deberían ir estrechamente unidas, tal como lo vimos señalado por diferentes autores. Conversar, palabra derivada del latín, significa "convivir en compañía" o, según otra derivación, que es la que toma Maturana, "dar vueltas con", es decir, "dar vueltas con otro" y es, precisamente en ese dar vueltas con los otros y entre los otros, niños, jóvenes, adultos, como se van tejiendo las relaciones de los miembros del grupo. La conversación está en la base de nuestra convivencia como seres humanos y está, por lo tanto, en la base del proceso de educar que también es convivir. ¿No deberíamos entonces preguntarnos si en verdad le damos a la conversación el lugar que le corresponde en nuestras aulas? Y si se lo damos, ¿qué tipo de conversación es la que mantenemos? ¿Qué palabras empleamos, con qué tono las decimos? ¿Son ellas generosas o mezquinas, las decimos con suavidad o aspereza, las usamos para herir o acariciar? ¿Recordamos que no se borran una vez dichas y que por eso podemos hacer con ellas mucho bien o causar mucho daño? De acuerdo con la teoría de Maturana deberíamos también interrogarnos acerca de: ¿cuáles son las emociones a las que respondemos cuando conversamos con nuestros alumnos y cuáles son las que provocamos en ellos?

Creo que no hay dudas de que a través de nuestras conversaciones, de la forma que adopta nuestro hablar y escuchar, mostramos nuestra aceptación o rechazo de los otros, y tampoco puede haber dudas de que eso ha de influir positiva o negativamente en la enseñanza y en el aprendizaje. De ahí mi preocupación expresada al principio, porque temo que, sin darnos cuenta, por medio de nuestro conversar o quizá de nuestro no conversar - ya que los docentes nos hemos acostumbrado a monologar en nuestras aulas - podemos estar interfiriendo en aquello que es precisamente nuestra misión: educar, entendiendo educar en su sentido de "sacar de adentro", de ayudar a crecer o, por lo menos, de dejar crecer libremente, en la convivencia, todo lo que está en germen en cada ser humano.

Cierro el paréntesis y retomo el tema anterior. El repertorio variado de material de lectura, al que debe tener acceso el estudiante, requiere, como es obvio, de una selección, de la cual, como dice Daniel Goldin (1998), no podemos escapar porque seleccionar es uno de los rasgos inherentes al ser humano. Son demasiados, por otro lado, los libros a leer y muy escaso el tiempo del que disponemos en nuestra vida, de ahí la necesidad, nos guste o no, de elegir.

Ahora bien, ¿en qué nos basamos para realizar esa selección? De acuerdo con Goldin, "no hay tal cosa como los criterios objetivos y válidos para todas las situaciones porque la lectura es una actividad que satisface (y despierta) muy diversas necesidades humanas". Debemos aceptar, por lo tanto, que hay una sola respuesta sincera a esa pregunta, y es que, en general, nos basamos en nuestro conocimiento y gusto personal cuando realizamos una selección de esa naturaleza.

Pero si los docentes somos de verdad lectores, condición imprescindible para guiar a otros por ese camino, debemos tener nosotros mismos un amplio repertorio de libros leídos y otro amplio repertorio de libros no leídos, pero que nos gustaría leer. Pues bien, unos y otros pueden formar parte del grupo de obras que ponemos al alcance del estudiante. Seguramente han de figurar entre ellos algunos de los que Italo Calvino llama "clásicos", esos "libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para saborearlos" (1992, 14). Debemos tener, igualmente, algún criterio de selección, aunque a veces no es claro ni para nosotros mismos, que convendría hacer explícito a fin de dar lugar a su discusión y aún a su rechazo. No se pretende que los estudiantes hagan suyos nuestros "clásicos", sino que ellos tengan la oportunidad de elegir los propios; las obras que, sin ellos saberlo, llegarán a formar parte de su vida.

En conclusión, es impensable creer que podamos llegar a un acuerdo general sobre autores y libros, como así tampoco sobre el criterio que usamos para seleccionarlos. Pero esto no debe preocuparnos, por el contrario, la diversidad entre nosotros mismos, los docentes, puede contribuir al mayor enriquecimiento del estudiante como lector, al permitirle reconocer la amplitud de escogencia que puede darse en un terreno tan vasto como el de la literatura, así como también la variedad de razones que nos pueden llevar a ella.

Quiero aclarar que el hecho de llamar la atención sobre la importancia de leer literatura en la escuela, la universidad, por todas las razones expuestas, no significa desestimar otro tipo de lectura, indispensable, por otro lado, como es la de textos informativos y científicos. También de ellos es posible hacer una selección, por su estilo, por su forma de abordar los temas, o por otras razones que juzguemos valiosas para contribuir a despertar el interés de los estudiantes y a influir favorablemente en su desarrollo como lectores. Los caminos por los cuales llega a formarse un lector son tan variados como los propios individuos. El significado que para unos pudo haber tenido su primera poesía o novela, para otros lo pudo haber tenido su primer libro de ciencia o de historia. Mi énfasis, sin embargo, en la importancia de la literatura es porque considero que este ha sido otro factor olvidado por el sistema educativo en la formación de lectores y, más allá de eso, en la educación general del niño y del joven como personas.

Otro elemento importante a tomar en cuenta, en el mundo de hoy, es la lectura a través de soportes distintos al libro, como los que ofrecen las nuevas tecnologías. ¿Se podrá lograr a través de esos soportes la formación de lectores? Confieso que no lo sé. Una de las ventajas más señaladas de los nuevos medios es el acceso a todo tipo de información en cantidades nunca antes previstas y en un tiempo increíblemente breve. Sin embargo, yo apuntaba, en un trabajo anterior, que información no es conocimiento. Para que se convierta en conocimiento tiene que ser reflexionada, elaborada, conectada con otras informaciones y otros conocimientos, y eso requiere de un lector que pueda llevar a cabo una lectura atenta y crítica. ¿Es posible una lectura de ese tipo a través de los medios electrónicos para quienes todavía no son de verdad lectores, o la característica misma de esos medios se convertirá en un obstáculo para lograrla? Tampoco lo sé. Es incluso difícil imaginar cómo será el lector del futuro. La ciencia y la tecnología avanzan con tal rapidez que no podemos prever qué pasará ni siquiera en los próximos cinco años. Quizá las emociones que nos despierta en los lectores de hoy la posesión del libro, en el sentido de percibir su textura, su peso, su olor, tan distinto cuando nuevo al que toman las páginas manchadas por los años, van a ser sustituídas por otras emociones, quién sabe si más o menos intensas, pero distintas, en los lectores del mañana. Entiendo, por eso, que la escuela debe dar cabida a los nuevos medios y que los docentes estamos obligados a hacer de ellos el mejor uso posible, entre otras razones, para mantener un pie de igualdad con los niños que ya nos superan en mucho en ese aspecto. Pero no puedo dejar de reconocer que abrigo dudas respecto a que la formación de lectores, por lo menos en la forma en que ahora los concebimos, pueda lograrse a través de la nueva tecnología. Por el momento, tengo, en cambio, la idea de que seguiremos siendo y haciéndonos lectores de libros, y llego aún más lejos, a creer que el libro y su lectura será un factor fundamental para que sigamos sintiéndonos humanos en un mundo cada vez más tecnológico.

Hasta aquí he hablado sobre la formación de lectores; queda por analizar, de acuerdo con el propósito de esta conferencia, la formación de escritores. Demás está decir que no estoy usando la palabra escritor en el sentido de profesión u ocupación, sino en el de usuario habitual de la escritura, esto es, de alguien capaz de utilizarla en distintas circunstancias y con diferentes motivos. Antes, sin embargo, de abordar el tema, me voy a permitir hacer una cita de un libro que leí hace poco tiempo. Dice así:

"'Dios mío, el día brilla luminoso sobre la tierra: para mí el día es negro. / Las lágrimas, la tristeza, la angustia, la desesperación / se han instalado en el fondo de mí. / El sufrimiento me engulle / como a un ser elegido sólo para las lágrimas.' Este canto del hombre perseguido por la desgracia se publicó por primera vez en Estados Unidos en 1954. Había dormido durante más de 4.000 años, enigmáticamente transcrito en algunas de las 500.000 tablillas de barro que desde finales del siglo XIX salen de las antiguas arenas de Sumer (3500-2000 a.C.), a la entrada del golfo Pérsico" (Bottéro, Chuvin, Finet, Lafont, de Montremy y Roux (1996) Introducción al Antiguo Oriente. Pág.13)

Ese trozo, en el que se revela el dolor de alguien que nos precedió hace miles de años, lleva a la reflexión sobre la necesidad que ha tenido el hombre, desde siempre, de expresarse por escrito. Al volcar sobre el papel, transformados en palabras, nuestros pensamientos más íntimos, nuestros sentimientos y emociones más intensas, podemos tomar distancia y aprender a reconocerlos. Ese es el poder, y a la vez la magia, de la palabra escrita: sacar a la luz los desconocidos que llevamos dentro.

Frente a esa necesidad de expresión humana ¿qué hacemos los docentes? ¿Le damos lugar a la escritura expresiva en nuestras aulas, o sólo nos interesa la escritura del estudiante en su carácter funcional, esto es, en cuanto se la utiliza para responder a necesidades del programa o para llenar requisitos formales? ¿Animamos a nuestros estudiantes a producir esa escritura? ¿Admitimos que lo hagan, por lo menos? Concederles un espacio para satisfacer esa necesidad ¿no sería dar un paso importante para desarrollar en ellos su capacidad como escritores?

Es preciso reconocer, y esto es quizá lo más difícil de aceptar dentro del sistema educativo, que existe una condición sin la cual no es posible escribir, no como lo hizo nuestro antepasado sumerio, y esa condición es la libertad. Libertad de escogencia en el tema, el género, el estilo, pero, sobre todo, libertad para proyectarse a sí mismo en la escritura. Es fácil observar en los niños pequeños cómo disfrutan de contar por escrito lo que sienten, quieren, imaginan, cuando se les permite escribir libremente. No obstante, en la escuela, el liceo o la universidad rara vez se le da al estudiante la oportunidad de exteriorizar sus vivencias, sus ideas, sus sentimientos, sus opiniones, a través de la escritura.

Creo que este punto merece, como los anteriores, una reflexión seria de nuestra parte, si de verdad queremos que nuestros estudiantes se formen como escritores. Para ello, es necesario, no sólo dar al estudiante libertad para escribir, es igualmente importante darle tiempo para reflexionar, revisar, discutir los significados que quiere transmitir, así como alentarlo a entrar en sus propios escritos para aprender de ellos.

Al igual que sucede con la lectura es preciso que el estudiante viva, experimente el proceso de escribir, entre otras cosas, para darse cuenta de que todos poseemos la capacidad de expresarnos por escrito; tan sólo se requiere ejercitarla y desarrollarla. Por otro lado, la escritura, como nos dice Rosenblatt, no es solamente un proceso de aprendizaje, es también un proceso de descubrimiento, dado que las transacciones con el texto nos pueden conducir a "nuevas líneas de pensamiento y sentimiento". Todos nosotros, con seguridad, hemos vivido alguna vez la experiencia de encontrarnos escribiendo algo que no pensábamos escribir, como si nuestras ideas, pensamientos, emociones, adquirieran de repente vida propia y las palabras se acomodaran sobre el papel (o la pantalla) sin intervención de nuestra parte.

De todas maneras, escribir no es una tarea fácil, ni siquiera para los autores consagrados. La diferencia que tenemos con ellos es, como diría Frank Smith (1982), que ellos escriben.

La formación de escritores, aún de los usuarios comunes de la escritura, es un proceso lento, penoso, sembrado de dificultades, cuya duración, tal como sucede en la formación de lectores, es la de la vida misma. Por eso, en relación a la escritura, Donald Murray (1982) tiene, en su despacho de la universidad, un cartel que dice: "Ni un día sin una línea". El cartel que nosotros pondríamos sería un poco más largo y diría algo así como: "Ni un día sin reflexionar que la formación de lectores y de escritores precisa de libertad, confianza y aliento". Y recordaríamos que está en nuestras manos, como docentes, la posibilidad de que esas condiciones se cumplan.


BIBLIOGRAFIA
Barthes, R. (1987) El susurro del lenguaje. Buenos Aires: Paidós.
Bloom, H. (1995) El canon occidental. Barcelona: Anagrama.
Bottéro, J.; Chuvin, P.; Finet, A.; Lafont, B.; De Montremy, J-M.;Roux.G. (1996) Introducción al antiguo Oriente. Barcelona: Grijalbo.
Bruner, J. (1987) La importancia de la educación. Buenos Aires: Paidós.
Goldin, D. (1998) “Elementos para una crítica a la selección de libros”. Conferencia presentada en el I Seminario Internacional de Lectura y Valores, organizado por COEULM. Mérida, 28 de setiembre a 2 de octubre.
Murray, D. (1982) Learning by teaching. Montclair,N.Y.,Boynton- Cook.
Rosenblatt, L.M. (1938) Literature as exploration. New York:Appleton Century. 4th. ed. 1983. New York: The Modern Language Association of America.
Smith, F. (1982) Writing and the writer. New York: Holt, Rinehart and Winston.
Yourcenar, M. (1990) ¿Qué? La eternidad. Madrid: Alfaguara.
Woolf, V. (1948) The common reader. New York: Harcourt, Brace and Company


Notas:

* FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO DE BUENOS AIRES (Abril de 1999). 3° Congreso Internacional de Promoción de la Lectura y el Libro. Publicado en Lectura y Vida, Textos en Contexto 7 Sobre lectura, escritura…y algo más. .Buenos Aires, abril 2006.