martes, 16 de octubre de 2007

"Cuentos de animales”, de Rudyard Kipling



Por Gabriel Pabón Villamizar


Kipling es un autor conocido en nuestro medio por tres modalidades de su producción: su cuentística, su literatura infantil (una modalidad específica de relatos) y algunos de sus poemas. “Cuentos de la Selva”, es su obra más difundida, acompañada del popular poema If (Si …).

Casi setenta años luego de su muerte (ocurrida en 1936), la cuentística de Rudyard Kipling (merecedor del Premio Nobel de Literatura en 1905, por primera vez concedido a un escritor inglés) e independientemente de su factura, deja un incómodo, pero a la vez nítido sabor colonialista. La focalización en sus relatos toma partido por sus héroes; ellos, usualmente son personajes ingleses de raza blanca que desprecian y combaten la fealdad y la maldad intrínseca de los nativos de las colonias británicas; ello agravado con el trazamiento de un perfil notablemente maniqueísta de sus personajes; el inglés colonialista tiende a ser depositario de todos los valores positivos; y el nativo que se le opone, siempre lo hace motivado por una perversidad connatural a su merecida condición esclavo o vasallo; a todo ello se une una explícita discursividad, por parte del narrador a favor del hecho colonialista y de la bondad del imperio británico, que llega incluso a niveles de panfleto de insostenible presentación. Desde el punto de vista político, la obra de Kipling se inscribe en la corriente del más neto imperialismo; es el jingoismo, que en Inglaterra “integraba tanto a políticos tories (Disraeli, Rhodes) como liberales-imperialistas (Chamberlain). El Jingoísmo era un movimiento nacionalista y racista británico y consideraba necesario el Imperio, pues la "mejor raza del mundo" puede y debe dominar a los pueblos inferiores. Este sentimiento hipernacional estaba alimentando por el acoso a la hegemonía británica que representaban Alemania y Estados Unidos. Numerosos intelectuales se sintieron atraídos por el llamado "darwinismo social", que extrapolaba las ideas evolucionistas de Darwin a las cuestiones sociales y políticas, afirmando la existencia de naciones más capacitadas para la supervivencia. Tal vez el mejor representante de esta corriente es el escritor británico Rudyard Kipling que habla de "el deber del hombre blanco” (Manuel González Evangelista. El imperio colonial británico).

El sesgo político de su cuentística no opaca los méritos de lo que significó Kipling es su momento. El Premio Nobel le fue otorgado “en consideración al poder de observación, original imaginación, fortaleza de ideas y notable talento para la narración (Juan Camerón, Para comprender la ley de la selva. Kipling o la ética colonial). Y escritores de la talle de André Maurois conceptuaba en su momento: “(Kipling es) el mayor escritor inglés de nuestra generación y el único escritor moderno que ha creado verdaderos mitos perdurables” (Juan Camerón. ïdem). Desde otra perspectiva política, hay que tener en cuenta que Kipling hace parte de la narrativa aventurera, que “nace con el romanticismo, con su repudio a las exigencias sociales que coartaban la libertad del individuo, con su exaltación de la antigüedad y las zonas remotas, el culto del heroísmo, de las inmensidades oceánicas y la fascinación experimentada por los ámbitos exóticos”.

De mayor aceptación, casi universal, es el poema If, de gran sonoridad en inglés (If you can keep your head/ when all about you are losing theirs); aunque su contenido no deja de generar algunos debates, no tanto por su mensaje en sí, sino por su manoseo por los usuarios, su utilización comodín y su funcionalidad kitsch. Es uno de esos poemas “de sabiduría” que encaja a la perfección con los mensajes preferidos en los libros de auto ayuda y superación personal. El poema exalta el sentido de la auto-afrimación y la ecuanimidad en medio de crisis, pero tiene el cuestionable tono de verdad universal que no reconoce contingencias ni relatividades; al respecto, precisamente Manuel Ríos hace una parodia consistente en conservar intacto todo el poema, menos los dos últimos versos, que reemplaza por su aporte irónico: “Si puedes mantener la cabeza cuando todos a tu alrededor/ pierden la suya y por eso te culpan … es que no te has enterado de nada”. .

Artificialismo y Literatura Infantil

En su libro sobre literatura infantil, el chileno Hugo Cerda nos recuerda que hay dos tipos de imaginación: la imaginación creadora y la imaginación reproductora; en ese orden de ideas, no es que el niño tenga más imaginación que el adulto, sino que se ve precisado a utilizarla con mayor frecuencia para rellenar los “huecos racionales”, por así decirlo. El niño no deja preguntas sin resolver, y su mentalidad tiende a darle a los fenómenos del mundo una explicación mágica, como ya lo había teorizado Piaget cuando hablaba del pensamiento mágico infantil, con algunas de sus manifestaciones: sincretismo, animismo, artificialismo, participación mágica, etc.

El animismo es un fenómeno estrechamente ligado a la literatura infantil. En la etapa del egocentrismo (conviene recordar que no es una categoría moral sino mental), el niño atribuye a los seres inanimados y a algunos animados (con mayor razón) propiedades humanas como la voluntad, el pensamiento, el lenguaje, etc., mediante una simple operación de transferencia por analogía simple; esa es, entre otras, una de las razones que permiten el acercamiento entre niños y animales. En ese contexto, el niño cree realmente que los animales hablan, piensan y actúan como los humanos; de modo que los relatos infantiles que ponen a los animales a actuar como personajes similares a los humanos, no nacen de la nada, sino que obedecen a una profunda necesidad de satisfacer el imaginario infantil.

Otra característica del pensamiento mágico infantil es el artificialismo, consistente en creer que muchas cosas propias de la naturaleza han sido hechas por el hombre; por ejemplo, el niño de determinada edad cree que el hombre hizo el sol, la luna, e, incluso la noche, para que él pudiera dormir; cree que las piedras fueron puestas en la montaña, a manera de semillas, por el hombre; cree que alguien hace las nubes; cree que alguien le hace las manchas al leopardo, y con alguna intencionalidad. Es aquí cuando los fenómenos de la filogénesis y la ontogénesis cumplen procesos parecidos, pues el artificialismo es propio de las culturas primitivas, equivalentes a estadios parangonables a la “infancia de la humanidad”; dicho en otras palabras: la infancia del ser humano y la infancia de la especie cumplen procesos análogos; un ejemplo de ello es el artificialismo, presente en las cosmogonías de diferentes culturas, y que dan lugar a los mitos y leyendas en los cuales la explicación fantástica del mundo puede aparecer ingenua y simbólica.

Es por eso que los relatos primitivos, los mitos y las leyendas, e, incluso, los relatos populares constituyen una fuente temática de gran atractivo para el público infantil; un ejemplo de ello en nuestro medio, es la obra “Relatos primitivos contados otra vez”, investigación antropológica de Hugo Niño que fácilmente, y mediante pocos recursos de adaptación, puede presentarse como lectura apropiada para el público infantil.

Estas dos características (el artificialismo y el animismo) son un gran componente de la literatura infantil, y están presentes en Cuentos de animales de Rudyard Kipling. Los relatos parten, además de una curiosidad innata en el niño por saber acerca de características exóticas de algunos animales: las barbas de la ballena, la joroba del dromedario, la piel arrugada del rinoceronte, las simétricas manchas del leopardo, la trompa del elefante y la coraza del armadillo.
Cuentos de animales, de Kipling

La Alcaldía Mayor de Bogotá, a través del Instituto Distrital de Cultura y Turismo, y como parte de la campaña “Libro al viento”, acaba de publicar el volumen “Cuentos de Animales”, de Rudyard Kipling. Es una manual de bolsillo, literalmente; en sus 86 páginas están contenidos seis cuentos.

Kipling ataca el ocio insistentemente y, a cambio, propone un valor que encajaría a la perfección en una prédica de moral calvinista: la ocupación en “algo útil” en oposición a algo pecaminosos como sería el ocio placentero. Y lo que el lector visualiza como un defecto físico animal (la joroba del dromedario), sería consecuencia de un castigo impuesto por la naturaleza hacia aquellos seres que no se suman al afán cotidiano por el trabajo; ese planteamiento podría tener a su favor una relatividad paradójicamente generada por el nivel abstracto de la propuesta; pero lo que sí resulta inaceptable, hoy por hoy, es el contraste que antepone a un trabajo físico, Kipling ve con malos ojos el ocio dedicado a la lectura; en cambio de libro y luego, propugna por el sudor y el azadón: “La cura para este mal es no quedarse quieto,/ ni perezear con un libro frente al fuego;/ Hay que tomar un gran azadón y una pala/ Y cavar hasta que brote el sudor”. Hoy en día, un planteamiento de esos sería inaceptable y, como mínimo, se echaría de manos una propuesta más equilibrada.

Las lecturas contemporáneas de los clásicos infantiles han cuestionado a veces la crueldad excesiva en el enfoque de los tratamientos que se dan los personajes entre sí. Si a ello se le suma una evidente desproporción entre falta (o defecto) y castigo, el efecto rozar el sadomasoquismo. Algo así ocurre en el relato “De cómo al rinoceronte se le arrugó la piel”. En el relato, el defecto del rinoceronte consiste en tener malos modales, aunque el narrador no expone ninguna situación que sustente ese defecto; sólo alcanza a decir: “de cualquier manera , no tenía buenos modales”. Como castigo, el pobre rinoceronte se ve condenado a cargar, de ahí en adelante, con una piel internamente llena de basura que lo va a torturar de por vida. La situación difícilmente puede ser más cruel:

(El parsi) tomó aquella piel, restregó aquella piel y machacó aquella piel, llenándola hasta más no poder de migajas de pastel viejas, secas, duras y cosquilleantes y algunas grosellas quemadas. De nuevo se encaramó a la palmera y esperó a que el rinoceronte saliera del agua y se vistiera.

Y el rinoceronte lo hizo. Se abotonó los tres botones, y le picaba como si estuviera en una cama llena de migas. Quiso rascarse pero eso fue peor; se tendió sobre la arena y se revolcó y se revolcó y se revolcó, y cada vez que se revolcaba, las migajas le picaban más y más y más.. Entonces corrió hacia la palmera, y se restregó y se restregó y se restregó contra ella. Se restregó tanto y tan fuerte que se hizo un gran pliegue sobre los hombros y otro por debajo…”. (Kipling, Rudyard. Cuentos de Animales. Alcaldía Mayor de Bogotá, Bogotá, 2004, p. 32).

Mucho más amable es la presentación del porqué el leopardo adquirió sus manchas, en un relato de mejor factura. El relato titulado “el elefantito”, el tratamiento de la anécdota aparentemente toma un giro cruel, pero se resuelve de una manera imaginativa sin caer en la exposición sádica o masoquista del dolor. Es más: la moraleja de fondo, la anticipa la serpiente, símbolo de la sabiduría (como en “El Principito): “algunas personas no saben lo que es bueno para ellas”, y lo que se pensaba como un castigo, se vuelve un beneficio; de manera que resulta simpática la salida que le da el narrador a lo que parecía, de nuevo, una desgracia algo gratuita como en el caso del rinoceronte.

Finalmente, en “el origen de los armadillos”, Kipling vuelve a uno de los planteamientos característicos de la fábula clásica: el enfrentamiento entre animales tipificados; es el choque entre el personaje depredador y el personaje perseguido, pero que hecha mano del ingenio para defender y preservar su vida y, a la final, resulta triunfante. En este caso el personaje fuerte y agresivo es el jaguar; se anteponen a él dos personajes pequeños y débiles: la tortuga y el puercoespín; llaman la atención en este relato dos elementos: el primero, que es gracias a la alianza, pero sobre todo a la simbiosis que contraen estos dos elementos, lo que les permite sobrevivir; el intercambio sintético de sus naturalezas descoloca al jaguar, pero, además, da lugar al nacimiento de una nueva criatura: el armadillo; el segundo, es la presentación del escenario de la acción: Kipling abandona la selva hindú y la africana, para poner a sus personajes actuar en la selva del Amazonas, por la que el autor manifiesta una atracción especial que se traduce en el colofón que cierra el texto (Nunca he navegado al Amazonas,/ Y nunca he llegado hasta Brasil/ ... Una vez a la semana desde Southamton,/ Ruedan hasta Río los barcos grandes/...Y yo quisiera rodar hasta Río/ ¡Algún día antes de hacerme viejo! Nunca he visto un jaguar,/ Ni siquiera un armadill/ Metido entre su coraza, / Y supongo que nunca lo veré/... hasta que vaya a Río/ a contemplar esas maravillas). Esto muestra otra faceta de Kipling: un autor que proyecta una auténtica curiosidad por el mundo natural, dondequiera que se encuentre; un autor que, más allá de las contingencias políticas de su época, supo escribir relatos infantiles entretenidos, versátiles y universales.

Bogotá, noviembre 2004


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