Al comenzar a leer estas páginas, escritas desde mi perspectiva como docente, deseo advertir que sólo contienen algunas reflexiones sobre un proceso que, a mi juicio, sigue y seguirá siendo, quizá, un desconocido pese a nuestros intentos por desentrañarlo; me refiero a la formación de lectores y escritores. También quiero señalar que gran parte de esas reflexiones están basadas en obras de diferentes autores, leídas o releídas en los últimos tiempos, cuyos nombres iré citando oportunamente, y en trabajos míos anteriores que tienen pertinencia para el tema que hoy nos ocupa. En otras palabras, esto significa que vamos a transitar por caminos viejos, pero con la esperanza, siempre renovada, de que al compartirlos podamos, entre todos, descubrir en ellos rastros nuevos.
Hablar de la necesidad de que nuestros niños y nuestros jóvenes se formen como lectores y escritores en su paso por escuelas y universidades, se ha vuelto ya un lugar común en medios especializados y no especializados. Sin embargo, una afirmación en apariencia tan simple y sobre la que parecería haber acuerdo unánime, encierra un mundo de complejidades en el que podrían tener cabida más de un desacuerdo. En efecto, cuando los docentes decimos que nuestros estudiantes deben formarse como lectores y escritores ¿qué significado le atribuimos a esa afirmación? Aún coincidiendo todos en la idea de que saber leer y escribir es una condición necesaria, pero no suficiente, para hacernos lectores y escritores, ¿qué características o qué rasgos pensamos deben distinguir a niños y a jóvenes para merecer esos calificativos? ¿Cómo imaginamos a nuestros estudiantes en esa situación? ¿Qué esperaríamos de ellos? ¿Podríamos estar seguros todos los docentes de tener en mente las mismas imágenes, las mismas ideas respecto a quién designamos como lector o escritor? Creo que este es un primer punto de importancia a tomar en cuenta en una discusión sobre el tema, puesto que de la claridad que tengamos de nuestras propias respuestas va a depender la contribución que podamos hacer al proceso de formación de nuestros estudiantes.
No es fácil decidir que es lo que distingue al lector. Comúnmente pensamos que la característica distintiva es el gozo que el lector experimenta al leer, pero parecería que eso tiene que ver más con la realización misma del acto que con el impulso que lleva a él. Es, quizá, más acertado pensar que la condición fundamental que hace a un lector debe residir en una motivación intrínseca, en una intencionalidad autodirigida. No nos formamos como lectores añadiendo algo desde fuera, sino respondiendo a un llamado interior que nos incita a la búsqueda constante del encuentro con el libro: ¿curiosidad?, ¿ansias de saber?, ¿afán de obtener respuestas?, ¿expectativa ante el misterio oculto en las páginas? ¿O mas bien, y por encima de todo, amor por la lectura? Ese amor que llevó una vez a Virginia Woolf a decir:
"A veces he soñado que cuando llegue el Día del Juicio y los grandes conquistadores y abogados y estadistas vayan a recibir sus recompensas - sus coronas, sus laureles, sus nombres grabados indeleblemente en mármol imperecedero -, el Todopoderoso se volverá hacia Pedro y le dirá, no sin cierta envidia cuando nos vea llegar con nuestros libros bajo el brazo: "Mira, esos no necesitan recompensa. No tenemos nada que darles aquí. Ellos han amado la lectura". (Woolf, 1948, p. 295)
El mismo sentimiento de amor se adivina en Barthes cuando habla del "deseo" de leer del lector, deseo que lo hace permanecer absorto en la lectura, indiferente a lo que sucede a su alrededor, en un estado de "apartamiento de la realidad" que el autor asimila al del enamorado o el místico" (Barthes, 1987, p.45).
Si esto es así, y estoy convencida de que lo es, ¿cómo se enseña a amar la lectura? ¿Qué caminos conducen al despertar de ese amor? La verdadera lectura es una actividad solitaria, "¿podemos enseñar a amar la soledad?", nos dice Bloom (1995). Preguntas de muy difícil, por no decir imposible, respuesta. Debemos aceptar que el amor por la lectura - requisito indispensable en la formación de un lector - no puede ser materia de enseñanza. El amor surge y se desarrolla a partir de ese "milagro trivial", como lo denomina Marguerite Yourcenar, que es el "descubrimiento de la lectura" y "del que uno no se da cuenta hasta después de que ha pasado". Ella nos dice:
"Cuando los signos del alfabeto dejan de ser trazos incomprensibles, ni siquiera bonitos,en fila sobre un fondo blanco, arbitrariamente agrupados y cada uno de los cuales constituye en lo sucesivo una puerta de entrada, se da a otros siglos, a otros países, a multitud de seres más numerosos de todos los que veremos en nuestra vida, a veces a una idea que cambiará las nuestras, a una noción que nos hará un poco mejores o, al menos, un poco menos ignorantes que ayer" (Yourcenar, 1990, p. 240).
¿Cuál es entonces nuestro papel como docentes? ¿Si no podemos enseñar a nuestros estudiantes a amar la lectura, cómo hacer para contribuir a que se formen como lectores? ¿Disponemos de estrategias que nos aseguren el éxito de nuestro intento? La respuesta a esta última pregunta es, evidentemente, negativa. Nada puede asegurarnos que nuestros alumnos llegarán a ser lectores. Nadie puede saber cuándo ni cómo surgirá la chispa capaz de producir el incendio. Sin embargo, eso no le resta importancia al papel que podemos jugar los docentes en ese proceso. Por el contrario, creo que es posible contribuir a la formación de lectores de muchas maneras, dependiendo de nuestra capacidad e imaginación para crear las situaciones que más la favorezcan. Me voy a permitir, no obstante, señalar dos que me parecen fundamentales. En primer lugar, contribuimos a que los estudiantes se formen como lectores mostrándoles nuestro propio amor por la lectura cuando leemos para ellos y con ellos; cuando conversamos sobre nuestros autores favoritos, sobre la obra que nos apasiona en este momento, sobre la que nos decepcionó, sobre la que nos llenó de inquietud o nos hizo temblar de indignación ante la tortura y el sufrimiento humano; cuando nos aventuramos a escudriñar con ellos los estantes de la biblioteca hasta dar con el libro que deseamos leer.
Al compartir con nuestros estudiantes la emoción que nos produce leer y al conversar sobre aquello que leemos, hacemos perder a la lectura su sentido de ejercicio escolar, para mostrar lo que verdaderamente es: un ejercicio de vida. Pero, además, el hecho de "conversar" con nuestros alumnos tiene una importancia mucho mayor de la que creemos no solamente para favorecer su formación como lectores, sino también para favorecer en ellos el desarrollo de sus capacidades como personas. Bruner (1987) destacaba, hacia finales de los años 80, el papel del diálogo en la educación cuando decía: "Indudablemente hay muchas maneras en las que un ser humano puede servir de vicario de la cultura, ayudando al niño a comprender sus puntos de vista y la naturaleza de su conocimiento. Pero me atrevería a decir que hay pocas que sean tan eficaces como la participación en un diálogo". "El diálogo entre los más experimentados y los menos experimentados es una de las vías fundamentales que tiene la cultura para contribuir al crecimiento intelectual". Y agregaba que "La cortesía de la conversación puede ser el ingrediente fundamental de la cortesía de la enseñanza". En la década siguiente, otro autor, esta vez un biólogo, Humberto Maturana, señalaba que "todo quehacer humano se da en el conversar", que "el tipo de conversaciones en las cuales nos involucramos define nuestro bienestar o nuestro sufrimiento", porque al conversar "cambian nuestras emociones y cambia el curso de nuestro razonar". Es procedente, en consecuencia, pensar que a través de esos cambios podemos descubrir y alentar nuevas posibilidades en nosotros mismos y también en los demás. No en vano Martín Buber decía: "No imparto una enseñanza, sino que desarrollo una conversación".
En segundo lugar, contribuimos a que se formen como lectores cuando damos a los estudiantes oportunidad de "vivir" la experiencia literaria, de compenetrarse con personajes y situaciones, de enfrentarse a mundos de valores y responsabilidades diferentes al mundo propio y, sobre todo, de descubrir en sí mismos su capacidad para responder a las evocaciones que el texto escrito suscita en ellos. La experiencia vicaria de otras vidas, de otras formas de actuar, de sentir y de pensar nos lleva, con frecuencia, a contemplar nuestros problemas desde una perspectiva diferente y también a conocernos con una profundidad mayor. A través de la lectura se amplía nuestra experiencia del mundo, de la vida, de los seres, pero, además, se expande también nuestra conciencia de quiénes somos y de cómo somos. Por otro lado, como muy bien señala Louise Rosenblatt (1938), "la capacidad para simpatizar e identificarse con las experiencias de otros es uno de los más preciosos atributos humanos", y la lectura de obras literarias proporciona, sin duda, un estímulo para el desarrollo de esa capacidad.
El aspecto formativo de la literatura aguarda quizá todavia a que se le conceda la debida importancia, no sólo para el desarrollo del lector, sino también para el desarrollo de la persona como ser total, dado que ella brinda, entre otras cosas, la posibilidad de tomar conciencia de los propios valores frente a los expresados en la obra literaria. Por esta razón, considero que una de las metas prioritarias de la educación de hoy debería ser abrir para la literatura el mayor espacio posible en todas las aulas, desde el preescolar a la universidad. Leer literatura y conversar sobre literatura es una manera de aprender a leer y a conversar, pero es también una manera de contribuir al crecimiento intelectual, espiritual, personal, social de nuestros alumnos y de nosotros mismos.
En este sentido, es de la mayor relevancia las obras que ponemos al alcance del estudiante, lo cual nos sugiere un segundo tema de discusión que apunta a una preocupación permanente de quienes ejercemos la docencia, me refiero a la selección del material de lectura. Tal preocupación es legítima dados los problemas que de ahí se derivan, de los cuales voy a señalar dos que están, a mi juicio, entre los principales. El primero se encuentra representado por la tensión existente entre dos situaciones antagónicas: una, la necesidad de libertad de elección por parte del estudiante; otra, la obligación que sentimos, por nuestra parte, de guiarlo hacia la lectura de las grandes obras literarias. El segundo problema está representado por la selección misma de lo que llamamos grandes obras literarias y por los criterios que empleamos para hacerla.
No cabe duda de la importancia que tiene para la formación de un lector la libre escogencia de libros y autores. Por oposición, no hay quizá mejor manera de alejar a alguien de la lectura que hacérsela "estudiar", como decimos a veces los docentes, u obligarle a leer lo que rechaza de plano. Recordamos nuevamente a Virginia Woolf cuando en uno de sus ensayos nos dice que "el único consejo que una persona le puede dar a otra acerca de la lectura es no tomar en cuenta ningún consejo, sino seguir su propio instinto y usar su propia razón para llegar a sus propias conclusiones"; y añade que "admitir a los expertos en nuestras bibliotecas, no importa qué tan eruditos sean, y dejar que nos digan cómo leer, qué leer y qué valor dar a lo que leemos, es destruir el espíritu de libertad que es el aliento de esos santuarios" (1948, p. 281).
Sin embargo, aunque es cierto que se precisa de libertad para elegir los libros que se quiere leer, no es menos cierto que la formación del lector requiere también la oportunidad de acceder a los buenos libros. Sin esta oportunidad, que nadie mejor que el sistema educativo puede brindar, será más difícil para los estudiantes, para algunos de ellos por lo menos, llegar a formarse un criterio personal sobre las obras que vale o no la pena leer. ¿Se nos escapará, acaso, el hecho de que lo que vale la pena leer para algunos, es lo que puede carecer de valor para otros?
Creo, por eso, que quienes pretendemos contribuir a la formación de lectores - y supongo que somos todos los que nos desempeñamos en la docencia - debemos recorrer simultáneamente dos caminos: por un lado, proporcionar un repertorio variado, el más amplio posible, de material de lectura que pueda satisfacer la diversidad de intereses de los estudiantes; por otro, promover la continua discusión y reflexión sobre aquello que se lee en clase y fuera de ella. Conversar sobre las obras leídas confrontando ideas, juicios, valores, actitudes, situaciones, permite ir decantando las propias ideas y aprendiendo a desarrollar una conciencia crítica respecto a la lectura de diferentes textos y autores.
Quisiera abrir un paréntesis para explicar el porqué de mi insistencia en el hecho de "conversar" con los estudiantes. Se trata de un tema que en verdad me preocupa porque conversar y educar son dos acciones que deberían ir estrechamente unidas, tal como lo vimos señalado por diferentes autores. Conversar, palabra derivada del latín, significa "convivir en compañía" o, según otra derivación, que es la que toma Maturana, "dar vueltas con", es decir, "dar vueltas con otro" y es, precisamente en ese dar vueltas con los otros y entre los otros, niños, jóvenes, adultos, como se van tejiendo las relaciones de los miembros del grupo. La conversación está en la base de nuestra convivencia como seres humanos y está, por lo tanto, en la base del proceso de educar que también es convivir. ¿No deberíamos entonces preguntarnos si en verdad le damos a la conversación el lugar que le corresponde en nuestras aulas? Y si se lo damos, ¿qué tipo de conversación es la que mantenemos? ¿Qué palabras empleamos, con qué tono las decimos? ¿Son ellas generosas o mezquinas, las decimos con suavidad o aspereza, las usamos para herir o acariciar? ¿Recordamos que no se borran una vez dichas y que por eso podemos hacer con ellas mucho bien o causar mucho daño? De acuerdo con la teoría de Maturana deberíamos también interrogarnos acerca de: ¿cuáles son las emociones a las que respondemos cuando conversamos con nuestros alumnos y cuáles son las que provocamos en ellos?
Creo que no hay dudas de que a través de nuestras conversaciones, de la forma que adopta nuestro hablar y escuchar, mostramos nuestra aceptación o rechazo de los otros, y tampoco puede haber dudas de que eso ha de influir positiva o negativamente en la enseñanza y en el aprendizaje. De ahí mi preocupación expresada al principio, porque temo que, sin darnos cuenta, por medio de nuestro conversar o quizá de nuestro no conversar - ya que los docentes nos hemos acostumbrado a monologar en nuestras aulas - podemos estar interfiriendo en aquello que es precisamente nuestra misión: educar, entendiendo educar en su sentido de "sacar de adentro", de ayudar a crecer o, por lo menos, de dejar crecer libremente, en la convivencia, todo lo que está en germen en cada ser humano.
Cierro el paréntesis y retomo el tema anterior. El repertorio variado de material de lectura, al que debe tener acceso el estudiante, requiere, como es obvio, de una selección, de la cual, como dice Daniel Goldin (1998), no podemos escapar porque seleccionar es uno de los rasgos inherentes al ser humano. Son demasiados, por otro lado, los libros a leer y muy escaso el tiempo del que disponemos en nuestra vida, de ahí la necesidad, nos guste o no, de elegir.
Ahora bien, ¿en qué nos basamos para realizar esa selección? De acuerdo con Goldin, "no hay tal cosa como los criterios objetivos y válidos para todas las situaciones porque la lectura es una actividad que satisface (y despierta) muy diversas necesidades humanas". Debemos aceptar, por lo tanto, que hay una sola respuesta sincera a esa pregunta, y es que, en general, nos basamos en nuestro conocimiento y gusto personal cuando realizamos una selección de esa naturaleza.
Pero si los docentes somos de verdad lectores, condición imprescindible para guiar a otros por ese camino, debemos tener nosotros mismos un amplio repertorio de libros leídos y otro amplio repertorio de libros no leídos, pero que nos gustaría leer. Pues bien, unos y otros pueden formar parte del grupo de obras que ponemos al alcance del estudiante. Seguramente han de figurar entre ellos algunos de los que Italo Calvino llama "clásicos", esos "libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para saborearlos" (1992, 14). Debemos tener, igualmente, algún criterio de selección, aunque a veces no es claro ni para nosotros mismos, que convendría hacer explícito a fin de dar lugar a su discusión y aún a su rechazo. No se pretende que los estudiantes hagan suyos nuestros "clásicos", sino que ellos tengan la oportunidad de elegir los propios; las obras que, sin ellos saberlo, llegarán a formar parte de su vida.
En conclusión, es impensable creer que podamos llegar a un acuerdo general sobre autores y libros, como así tampoco sobre el criterio que usamos para seleccionarlos. Pero esto no debe preocuparnos, por el contrario, la diversidad entre nosotros mismos, los docentes, puede contribuir al mayor enriquecimiento del estudiante como lector, al permitirle reconocer la amplitud de escogencia que puede darse en un terreno tan vasto como el de la literatura, así como también la variedad de razones que nos pueden llevar a ella.
Quiero aclarar que el hecho de llamar la atención sobre la importancia de leer literatura en la escuela, la universidad, por todas las razones expuestas, no significa desestimar otro tipo de lectura, indispensable, por otro lado, como es la de textos informativos y científicos. También de ellos es posible hacer una selección, por su estilo, por su forma de abordar los temas, o por otras razones que juzguemos valiosas para contribuir a despertar el interés de los estudiantes y a influir favorablemente en su desarrollo como lectores. Los caminos por los cuales llega a formarse un lector son tan variados como los propios individuos. El significado que para unos pudo haber tenido su primera poesía o novela, para otros lo pudo haber tenido su primer libro de ciencia o de historia. Mi énfasis, sin embargo, en la importancia de la literatura es porque considero que este ha sido otro factor olvidado por el sistema educativo en la formación de lectores y, más allá de eso, en la educación general del niño y del joven como personas.
Otro elemento importante a tomar en cuenta, en el mundo de hoy, es la lectura a través de soportes distintos al libro, como los que ofrecen las nuevas tecnologías. ¿Se podrá lograr a través de esos soportes la formación de lectores? Confieso que no lo sé. Una de las ventajas más señaladas de los nuevos medios es el acceso a todo tipo de información en cantidades nunca antes previstas y en un tiempo increíblemente breve. Sin embargo, yo apuntaba, en un trabajo anterior, que información no es conocimiento. Para que se convierta en conocimiento tiene que ser reflexionada, elaborada, conectada con otras informaciones y otros conocimientos, y eso requiere de un lector que pueda llevar a cabo una lectura atenta y crítica. ¿Es posible una lectura de ese tipo a través de los medios electrónicos para quienes todavía no son de verdad lectores, o la característica misma de esos medios se convertirá en un obstáculo para lograrla? Tampoco lo sé. Es incluso difícil imaginar cómo será el lector del futuro. La ciencia y la tecnología avanzan con tal rapidez que no podemos prever qué pasará ni siquiera en los próximos cinco años. Quizá las emociones que nos despierta en los lectores de hoy la posesión del libro, en el sentido de percibir su textura, su peso, su olor, tan distinto cuando nuevo al que toman las páginas manchadas por los años, van a ser sustituídas por otras emociones, quién sabe si más o menos intensas, pero distintas, en los lectores del mañana. Entiendo, por eso, que la escuela debe dar cabida a los nuevos medios y que los docentes estamos obligados a hacer de ellos el mejor uso posible, entre otras razones, para mantener un pie de igualdad con los niños que ya nos superan en mucho en ese aspecto. Pero no puedo dejar de reconocer que abrigo dudas respecto a que la formación de lectores, por lo menos en la forma en que ahora los concebimos, pueda lograrse a través de la nueva tecnología. Por el momento, tengo, en cambio, la idea de que seguiremos siendo y haciéndonos lectores de libros, y llego aún más lejos, a creer que el libro y su lectura será un factor fundamental para que sigamos sintiéndonos humanos en un mundo cada vez más tecnológico.
Hasta aquí he hablado sobre la formación de lectores; queda por analizar, de acuerdo con el propósito de esta conferencia, la formación de escritores. Demás está decir que no estoy usando la palabra escritor en el sentido de profesión u ocupación, sino en el de usuario habitual de la escritura, esto es, de alguien capaz de utilizarla en distintas circunstancias y con diferentes motivos. Antes, sin embargo, de abordar el tema, me voy a permitir hacer una cita de un libro que leí hace poco tiempo. Dice así:
"'Dios mío, el día brilla luminoso sobre la tierra: para mí el día es negro. / Las lágrimas, la tristeza, la angustia, la desesperación / se han instalado en el fondo de mí. / El sufrimiento me engulle / como a un ser elegido sólo para las lágrimas.' Este canto del hombre perseguido por la desgracia se publicó por primera vez en Estados Unidos en 1954. Había dormido durante más de 4.000 años, enigmáticamente transcrito en algunas de las 500.000 tablillas de barro que desde finales del siglo XIX salen de las antiguas arenas de Sumer (3500-2000 a.C.), a la entrada del golfo Pérsico" (Bottéro, Chuvin, Finet, Lafont, de Montremy y Roux (1996) Introducción al Antiguo Oriente. Pág.13)
Ese trozo, en el que se revela el dolor de alguien que nos precedió hace miles de años, lleva a la reflexión sobre la necesidad que ha tenido el hombre, desde siempre, de expresarse por escrito. Al volcar sobre el papel, transformados en palabras, nuestros pensamientos más íntimos, nuestros sentimientos y emociones más intensas, podemos tomar distancia y aprender a reconocerlos. Ese es el poder, y a la vez la magia, de la palabra escrita: sacar a la luz los desconocidos que llevamos dentro.
Frente a esa necesidad de expresión humana ¿qué hacemos los docentes? ¿Le damos lugar a la escritura expresiva en nuestras aulas, o sólo nos interesa la escritura del estudiante en su carácter funcional, esto es, en cuanto se la utiliza para responder a necesidades del programa o para llenar requisitos formales? ¿Animamos a nuestros estudiantes a producir esa escritura? ¿Admitimos que lo hagan, por lo menos? Concederles un espacio para satisfacer esa necesidad ¿no sería dar un paso importante para desarrollar en ellos su capacidad como escritores?
Es preciso reconocer, y esto es quizá lo más difícil de aceptar dentro del sistema educativo, que existe una condición sin la cual no es posible escribir, no como lo hizo nuestro antepasado sumerio, y esa condición es la libertad. Libertad de escogencia en el tema, el género, el estilo, pero, sobre todo, libertad para proyectarse a sí mismo en la escritura. Es fácil observar en los niños pequeños cómo disfrutan de contar por escrito lo que sienten, quieren, imaginan, cuando se les permite escribir libremente. No obstante, en la escuela, el liceo o la universidad rara vez se le da al estudiante la oportunidad de exteriorizar sus vivencias, sus ideas, sus sentimientos, sus opiniones, a través de la escritura.
Creo que este punto merece, como los anteriores, una reflexión seria de nuestra parte, si de verdad queremos que nuestros estudiantes se formen como escritores. Para ello, es necesario, no sólo dar al estudiante libertad para escribir, es igualmente importante darle tiempo para reflexionar, revisar, discutir los significados que quiere transmitir, así como alentarlo a entrar en sus propios escritos para aprender de ellos.
Al igual que sucede con la lectura es preciso que el estudiante viva, experimente el proceso de escribir, entre otras cosas, para darse cuenta de que todos poseemos la capacidad de expresarnos por escrito; tan sólo se requiere ejercitarla y desarrollarla. Por otro lado, la escritura, como nos dice Rosenblatt, no es solamente un proceso de aprendizaje, es también un proceso de descubrimiento, dado que las transacciones con el texto nos pueden conducir a "nuevas líneas de pensamiento y sentimiento". Todos nosotros, con seguridad, hemos vivido alguna vez la experiencia de encontrarnos escribiendo algo que no pensábamos escribir, como si nuestras ideas, pensamientos, emociones, adquirieran de repente vida propia y las palabras se acomodaran sobre el papel (o la pantalla) sin intervención de nuestra parte.
De todas maneras, escribir no es una tarea fácil, ni siquiera para los autores consagrados. La diferencia que tenemos con ellos es, como diría Frank Smith (1982), que ellos escriben.
La formación de escritores, aún de los usuarios comunes de la escritura, es un proceso lento, penoso, sembrado de dificultades, cuya duración, tal como sucede en la formación de lectores, es la de la vida misma. Por eso, en relación a la escritura, Donald Murray (1982) tiene, en su despacho de la universidad, un cartel que dice: "Ni un día sin una línea". El cartel que nosotros pondríamos sería un poco más largo y diría algo así como: "Ni un día sin reflexionar que la formación de lectores y de escritores precisa de libertad, confianza y aliento". Y recordaríamos que está en nuestras manos, como docentes, la posibilidad de que esas condiciones se cumplan.
BIBLIOGRAFIA
Barthes, R. (1987) El susurro del lenguaje. Buenos Aires: Paidós.
Bloom, H. (1995) El canon occidental. Barcelona: Anagrama.
Bottéro, J.; Chuvin, P.; Finet, A.; Lafont, B.; De Montremy, J-M.;Roux.G. (1996) Introducción al antiguo Oriente. Barcelona: Grijalbo.
Bruner, J. (1987) La importancia de la educación. Buenos Aires: Paidós.
Goldin, D. (1998) “Elementos para una crítica a la selección de libros”. Conferencia presentada en el I Seminario Internacional de Lectura y Valores, organizado por COEULM. Mérida, 28 de setiembre a 2 de octubre.
Murray, D. (1982) Learning by teaching. Montclair,N.Y.,Boynton- Cook.
Rosenblatt, L.M. (1938) Literature as exploration. New York:Appleton Century. 4th. ed. 1983. New York: The Modern Language Association of America.
Smith, F. (1982) Writing and the writer. New York: Holt, Rinehart and Winston.
Yourcenar, M. (1990) ¿Qué? La eternidad. Madrid: Alfaguara.
Woolf, V. (1948) The common reader. New York: Harcourt, Brace and Company
Notas:
* FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO DE BUENOS AIRES (Abril de 1999). 3° Congreso Internacional de Promoción de la Lectura y el Libro. Publicado en Lectura y Vida, Textos en Contexto 7 Sobre lectura, escritura…y algo más. .Buenos Aires, abril 2006.
martes, 16 de octubre de 2007
La formación de lectores y escritores*
Publicado por Asolectura en 15:12
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2 comentarios:
Es un artículo magnífico muy útil y actual sobre una problemática que atañe a todos los profesores en un mundo donde cada día resulta más difícil que los estudiantes lean. Gracias Doctora Dubois por sus magistrales conferencias y artículos
hola, estoy de acuerdo en que la educación debe tener como base la conversación en aula, sobre temas con sustento teórico. ello le permite al alumno ser libre y manifestarse.
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